Tribuna
La alquímica montaña artificial de Madrid
Hoy, al visitarla rodeado de los curiosos que se acercan a ella, sigo preguntándome si no tendremos en Madrid un recinto mágico de primer orden
Todavía me hago cruces sobre qué diablos pasó por la cabeza de Fernando VII al acabar la Guerra de la Independencia y expulsar a los franceses de Madrid. Las tropas napoleónicas habían dejado el parque del Retiro hecho unos zorros. Volaron su fábrica de cerámica, tumbaron los árboles que pudieran servir de escondite a la resistencia y destrozaron el palacio que dos siglos antes el rey Planeta mandara levantar al Conde Duque Olivares.
El desastre debió de ser tan grande que Fernando urgió a su arquitecto de cabecera para que no solo recuperara aquella finca, sino para que convirtiera su esquina nordeste en su «jardín reservado». En él, Isidro González Velázquez levantó varios edificios exóticos a los que los madrileños no tardaron en llamar «caprichos». El más audaz fue una montaña artificial de catorce metros de altura, hecha de rocalla, corrientes de agua, tierra y ladrillo, sostenida por una bóveda coronada con una gran estalactita y un pequeño castillo en la cumbre. Su plan era que, desde esa atalaya, el monarca pudiera contemplar un Madrid que entonces acababa en la Puerta de Alcalá.
Aquella construcción, concluida hacia 1820, contaba con otra peculiaridad. El suelo del castillo desaparecía en un enorme óculo, de algo más de tres metros de diámetro, desde el que un visitante apostado en el borde podía auscultar el corazón de la montaña. Para un aficionado a la alquimia ese detalle evocaba de inmediato al VITRIOL, un término que enmascara el lema Visita Interiora Terrae, Rectificando Invenies Occultum Lapidem, y que está en el origen del término químico vitriolo. En el fondo, se trata de una advertencia, en clave simbólica, para que quien mire al interior de la Tierra (esto es, dentro de uno mismo) logre liberar «el espíritu de la materia» y culminar el proceso de transmutación del «plomo» (lo mundano) en «oro» (lo sublime).
Pero… ¿fue eso lo que quiso evocar el rey?
En realidad, nadie lo sabe. No han sobrevivido los planos originales ni las intenciones del arquitecto. Y es que la suerte de tan peculiar estructura ha estado rodeada de sobresaltos. Cuando en 1868 el reservado de Fernando pasó a manos de los madrileños, hubo quien propuso derribarla. La Primera República casi lo consigue, pero los avatares de la historia la indultaron. Antes de la Guerra Civil, la «montaña de los gatos» –como empezó a conocérsela en el barrio– estaba en un estado tan calamitoso que el consistorio decidió demoler el castillo para salvaguardar la «salud pública». Incluso en los años ochenta, con Juan Barranco de alcalde, se estudió su eliminación. Decidieron salvarla y la convirtieron en una sala de exposiciones que estuvo activa hasta 2002. Luego llegó el olvido. La maleza la devoró. La bóveda se llenó de humedades. E incluso se la aisló con una verja de obra que no se ha retirado hasta este verano.
Hace solo un mes que la misteriosa cumbre hueca del Retiro se ha abierto de nuevo al público. Limpia. Perfecta. Como nueva. Yo, claro, llevaba años merodeándola. En 2017 la convertí en el escenario clave de mi novela El fuego invisible, y en el transcurso de su proceso de documentación tropecé con varias estampas de la época fernandina en las que el grabador Brambilla imprimió su perfil dentro de una rueda zodiacal, a modo de talismán. Allí, sin duda, había «magia encerrada». Aquel hallazgo hizo que saltará su valla para tomar mediciones astronómicas de la ruina. Descubrí que los dos ventanucos de su cara Este estaban orientados a los primeros rayos de Sol de los equinoccios. Y aunque no tuve modo de saber si proyectaban alguna sombra especial en el VITRIOL interior, su alineación me sirvió para deducir un uso ocultista del recinto.
Hoy, al visitarla rodeado de los curiosos que se acercan a ella, sigo preguntándome si no tendremos en Madrid un recinto mágico de primer orden. Uno que podríamos hermanar con la «Gruta grande» que Bernardo Buontalenti construyó en 1575 en los jardines del Boboli de Florencia para evocar la creación del mundo narrada por Ovidio en Las metamorfosis. O con las montañas artificiales que algunos jardines sintoístas japoneses construyen para invocar a los «kamis» o espíritus de los antepasados. Encaramarse a su cumbre es acordarse también de los pueblos andinos que llamaban Apus a sus cerros de tres mil metros, a los que personificaban. O del Samaru de los budistas, la montaña animada de la que creen que nació el mundo y que también reproducen en sus parques.
Pero la del Retiro no es la única cima artificial de la provincia. Carlos IV, el padre del rey Felón, ordenó levantar otra en los «Jardines del Príncipe» de Aranjuez. Quedó sin acabar, aunque hubo un tiempo en el que contó también con un templete, quizá como lejana evocación de las estructuras que los constructores de zigurats mesopotámicos levantaron para que el soberano pudiera hablar con sus dioses.
Quedas, pues, advertido: si por un casual, lector, decides remontar tú también la resucitada montaña artificial del Retiro, no olvides que pisas suelo divino y que el óculo de su cima es una invitación a escudriñar en la oscuridad de tu alma para elevarla. Quizá entonces la veas como lo que es: un recordatorio más de aquel verso del Siglo de Oro, con resonancias alquímicas, que prometía que «de Madrid… al cielo».
Javier Sierraes escritor. Su novela «El fuego invisible» fue Premio Planeta en 2017.
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