El buen salvaje

El año del calamar 

La ignorancia es tan gigante que, junto al Nobel de turno colocamos cualquier belleza

El año acaba con el estreno de la segunda temporada de “El juego del calamar”, el gran éxito surcoreano que algunos pusieron a la altura de la Nobel de Literatura. La ignorancia es tan gigante que, junto al Nobel de turno colocamos cualquier belleza. Hasta la más grande. Por supuesto, me lancé a la secuela de la serie antes que a descubrir las bondades de la Nobel. Siempre habrá tiempo para leer, hasta que ya no lo haya y las letras se escurran en esta humedad de tinta. Para los que no conozcan la trama, la resumo rápidamente. En “El juego del calamar”, unos infelices que podrían ser cualquiera de nosotros, aspiran a conseguir una enorme cantidad de dinero a cambio de quedarse sin deudas y empezar de cero, de cero pero con muchos millones. A cambio se juegan la vida. De fondo, el soniquete ético que nos avisa entre líneas de que el capitalismo salvaje nos ha hecho ruines y que la ambición humana no tiene remedio. Y así es. Hay cosas que no aguantan ni un cuento de Navidad. Como los malos dicen en la serie, somos escoria, y en lugar de aceptarlo y, si acaso, poner unos límites para que el hedor no es expanda, seguimos intentando redimirnos en la ficción para dormir algo más tranquilos aunque sea con benzodiazepinas.

Esto es solo un ejemplo, un divertimento de Netflix, para acabar el año. Pero el que termina y el que viene anuncian la misma tormenta. Lo único que hacemos es llorar por lo que no somos, por lo que no podemos conseguir, por no tener valor para alcanzar lo que nos dé la gana. Los putos “boomers” nos quejamos de la pensión y la cuota de solidaridad que vamos a pagar para alcanzarlas y los jodidos “millenials” lloran incesantemente porque el mundo no les fue revelado tal y como ellos querían, mientras tomaban forma a sus caras con un filtro de instragram. Bien pensado, “El juego del calamar” es lo mejor que nos podía pasar. Cojan sus boletos, otra vez.