Tribuna

Bienestar animal y ley

Una vez socialmente metabolizada, vendrá otro paso que afectará a más sectores o prácticas que se han librado de tanta prohibición.

Bienestar animal y ley
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Gracias al BOE rememoraba hace un año mis estudios de filosofía, nivel bachiller. Nos explicaban la jerarquía de los seres: bien abajo, los inertes; encima, los seres vivos, primero los vegetales y luego los animales. Entrando en el reino de los racionales, nosotros –cuerpo y alma– y por encima los exclusivamente espirituales. El profesor enseñaba que tenemos un alma intelectiva y los animales, irracionales ellos, también tienen alma, cierto, pero sensitiva. Recuerdos que vinieron al aprobarse la ley que regula el régimen jurídico de los animales con el noble fin de afinar su trato jurídico y así de cosas subieron un peldaño, al estatus de «seres vivos dotados de sensibilidad».

Las consecuencias no son baladíes. Por ejemplo, se reguló qué hacer con la mascota en las crisis matrimoniales, ponderándose el interés de los divorciantes con el bienestar de la disputada mascota. En esto los tribunales fueron precursores. Recuerdo el caso de Patatero, un perro que se disputaban dos cónyuges en trance de divorcio. Para ventilar quién se lo quedaba, el juez no lo equiparó al coche o a la play: apeló a la ciencia de un veterinario que ejerció de psicólogo canino y dictaminó con quién, a su leal saber y entender, quería convivir Patatero, si con él o con ella. Cómo lo supo, lo ignoro.

Ascendidos los animales a la categoría de seres sintientes, se va a dar un paso con la Ley de protección, derechos y bienestar de los animales: no siendo ya cosas, se nos inculca cómo tratarlos y para ello se les proclama, ojo, como sujetos de derechos y se protege su dignidad. Esta norma ha provocado un debate ideológico, cultural y sociológico, rechazos en el mundo rural pero también entre los ecologistas y de variados sectores económicos y comerciales. Se critica que responda a un «animalismo urbano», que crea dilemas que llevan a situaciones absurdas como proteger a los gatos callejeros en detrimento de otras especies o la forma de actuar frente a las plagas de palomas, ratas o cotorras argentinas.

Paradigma de intervencionismo, burocratiza la tenencia de animales y lo hace desde ese autoritarismo que entiende que gobernar es sinónimo de prohibir y castigar. Veremos así emerger un gremio de burócratas animalistas beneficiados de un mercado que se les entrega cautivo, y como toda norma intervencionista, siembra la inseguridad e invita a instalarse en la trampa para sobrevivir. Un burocratismo con muchas manifestaciones como, por ejemplo, que para hacerse con una mascota haya que superar un «curso de tenencia responsable», online y gratuito; bueno gratis, gratis, no: lo pagaremos todos vía subvenciones a docentes y academias de mascoteros.

Un burocratismo que para tener esos iconos de toda infancia feliz –un hámster, conejo, cobaya, tortuga o pececillos– exige que haya que pasar por un registro de animales de compañía en el que se inscribirá tanto su adquisición como su defunción; por cierto, que tras el óbito, nada de esos enterramientos también de nuestra infancia, en el campo o jardín, con lapidita incluida, sino con los trámites de una defunción como Dios manda; con «papeles», vamos.

Y una retahíla agotadora de costumbres sobre las que cae el telón: se prohíbe que las aulas de bilogía colegiales sean «lugar de residencia de animales»; en los circos, nada de elefantes o leones, amuermando al mayor espectáculo del mundo; nada de animales en romerías «cuando se identifique un exceso de temperaturas» (¿El Rocío?); en belenes, fuera la mula y el buey o los camellos en las cabalgatas si su participación es «incompatible con su bienestar»; el gitano feriante de la trompeta se queda sin cabra bailona; nada de dar un pececillo o pollito como premio en concursos infantiles; se tolera usar animales en anuncios «siempre que no les causen angustia, dolor o sufrimiento» y así una larga lista de mandatos, prohibiciones y, obvio, castigos. Por cierto, envidio a las mascotas leyendo cómo se ordena su viaje en coche.

Admito que los humanos –y los celtibéricos tenemos mucho que reconocer– hemos hecho bastantes animaladas con los animales, a base de costumbres y modos muy bárbaros. No maltratar a los animales nos dignifica como personas y es de raíz cristiana: hay una larga lista de santos que han manifestado su respeto y amor hacia ellos, lo proclama hasta el Catecismo de la Iglesia Católica. Esta ley animalista se mete de lleno en esas costumbres y apunta a que, una vez socialmente metabolizada, vendrá otro paso que afectará a más sectores o prácticas que se han librado de tanta prohibición. Una norma que deja un mal poso, no por su fin explícito, sino porque sus autores ejercen un animalismo que les lleva al sinsentido de cuasi humanizar a los animales y, a la vez, proclamar que acabar con la vida del humano no nacido es un derecho.

José Luis Requero es magistrado.