El ambigú
El burlador burlado
La política no puede reducirse al arte de conservar el poder
Me gustaría reflexionar sobre una impúdica práctica instalada en el discurso público y político: el uso de la crítica y la exposición del otro como herramienta de poder o control discursivo, combinada con una reacción de ofensa o victimismo cuando esa misma dinámica se vuelve en contra del emisor. Algunos, amparados en la libertad de expresión o el supuesto interés general, hacen uso constante de la crítica, la burla o incluso la exageración para poner en evidencia los errores, defectos o aspectos controvertidos de otras personas. Sin embargo, cuando esa lógica se aplica sobre ellos o su entorno personal, su reacción cambia radicalmente: niegan la legitimidad de la crítica, apelan al respeto a la intimidad o incluso denuncian ataques personales o difamación. Esta actitud revela una forma de hipocresía o doble rasero: se defiende la transparencia y la verdad cuando afecta a otros, pero se exige reserva y protección cuando se trata de uno mismo o de los propios allegados. En el contexto político, esta conducta erosiona la credibilidad del discurso público y alimenta el descrédito institucional. La coherencia, la proporcionalidad y el respeto mutuo son condiciones esenciales para que la crítica –legítima y necesaria en democracia– no se convierta en un arma selectiva o interesada. Cuando quienes promueven la exposición de los demás no aceptan ser objeto de escrutinio con el mismo rigor, no sólo pierden autoridad moral, sino que contribuyen a una cultura del cinismo y la polarización. Otro riesgo de la democracia consiste en la degradación del ejercicio político a una mera estrategia de poder, donde los límites ya no los marca la ética, sino el Código Penal. Se ha instalado una cultura política cada vez más disociada de la responsabilidad moral y más centrada en evitar la sanción jurídica. Se ha invertido el principio elemental que debería regir en toda democracia madura: que lo moral es un umbral más exigente que lo legal. Lo que antes se consideraba reprobable por su deslealtad institucional, por su mendacidad pública o por su degradación del lenguaje político, hoy se justifica si no infringe expresamente la ley penal. ¡Como si no existiera una dignidad intrínseca en el cargo público!, ¡como si no hubiera una ética política que exigiera comportamientos ejemplares!; cuando la ley no obliga expresamente, acudimos a un vaciamiento ético del ejercicio político que supone el abandono de toda pretensión de virtud pública; se ha banalizado la conducta pública al reducir la responsabilidad política a su mínima expresión: «¿es delito o no?». Maquiavelo, en «El Príncipe», reconocía sin ambages que la conservación del poder era el fin que justificaba cualquier medio. Pero Maquiavelo escribía para un tiempo de inestabilidad y guerra civil, no para una democracia constitucional. La política no puede reducirse al arte de conservar el poder. Cuando los actores políticos actúan como si su permanencia en el cargo fuera un fin en sí mismo, no son ya servidores del pueblo, sino rehenes de su ambición. La deliberación democrática se convierte en un espectáculo de desgaste, donde los discursos no giran en torno a cómo mejorar la vida de los ciudadanos, sino a impedir que el adversario pueda gobernar. Es desolador que muchos representantes públicos ya no reivindiquen su programa ni propongan una visión positiva del futuro, sino que se limiten a construir su relato político sobre la negación del adversario. Y que este consista exclusivamente en impedir la victoria del antagonista por negarle legitimación democrática. En una democracia, la alternancia no es una anomalía: es una garantía. La democracia no es el gobierno perpetuo de los nuestros, sino la aceptación de que el poder es un encargo provisional y revocable. Quizá ha llegado la hora de recordarlo.