Tribuna
El caminante y su camino
«Cada caminante siga su camino». Es lo que se me viene a la cabeza. Un lema que sedujo al fundador y que encontró en el letrero de un acuartelamiento abandonado del ejército republicano
A contrapelo. Con esta castiza expresión el fundador del Opus Dei, san Josemaría, describía la cotidianeidad de su vida interior, su lucha contra las arideces; una expresión que resultará familiar a los que se toman en serio la vida ascética, su vida de trato con Dios. Habrá momentos dulces en los que Dios manda consuelos, pero lo normal, como decía él, es luchar, esforzarse para sacar a pulso cada día agua del pozo. Ir a contrapelo. Una expresión que describe también la biografía del Opus Dei.
Que esta institución de la Iglesia sea de inspiración divina no le ahorró a su fundador ataques, sinsabores y sufrimiento. Tampoco su sucesor, el beato Álvaro del Portillo, lo tuvo fácil y tras una larga carrera de obstáculos pudo ver en 1982 lo que el fundador no vio: al Opus Dei erigido por la Santa Sede en prelatura personal, figura que alumbró el Concilio Vaticano II. Ese reconocimiento no es baladí. Tratándose de una «empresa» sobrenatural querida por Dios e inédita, lo que estaba en juego no era sólo acertar con su ropaje jurídico, sino que fuese fiel a ese querer divino para no obstaculizarlo o frustrarlo y esas son palabras mayores. En el fondo nada raro: si la forma jurídica de una organización es incoherente con su naturaleza, fines y función, deviene inviable y así una sociedad mercantil no puede revestirse con los ropajes de una fundación, ni esta con los de una comunidad de pastos y leñas, ni esta con los de una asociación, ni una comunidad de vecinos con los de un colegio profesional.
A contrapelo. Eso fue sacar adelante el Opus Dei en medio de no pocas incomprensiones, especialmente tras la postguerra civil y, más doloroso aún, que procediesen de ámbitos eclesiásticos. Tampoco esto es novedoso. En la historia de tantas instituciones de la Iglesia, como en la biografía de no pocos santos y santas, una constante –casi una prueba de santidad– es que las peores contradicciones vengan de dentro. El fundador hablaba de «la contradicción de los buenos», unos buenos de mentalidad clerical que no acaban, aún hoy, de entender el espíritu laical del Opus Dei, donde los curas están para servir, no para mandar, donde no existe cambio de papeles tan al uso: que buen laico es el que imita a los curas y el buen cura a los laicos y se mundaniza, incluido el vestir; una mentalidad de pensamiento único que alumbró tópicos que perduran en provecho de los enemigos de la Iglesia, en especial ese que tilda al Opus Dei como una «Iglesia paralela».
¿Una «Iglesia paralela»? El Opus Dei no deja de inculcar amor a la Iglesia, al Papa –«sea quien sea», decía san Josemaría–, más respeto a los obispos, sin cuyo beneplácito el Opus Dei no trabaja en una diócesis, y obediencia a ellos porque un miembro del Opus Dei dependerá del prelado en cuanto a su espíritu y vocación, en lo restante es un fiel más sujeto a su obispo. El Opus Dei no deja de proclamar que está para servir a las almas y a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, porque cada uno la sirve según su particular vocación: unos como cristianos corrientes y en medio de la vida ordinaria y otros como personas consagradas. Quien quiera corroborar esto puede adentrarse en www.opusdei.org y no deducirá sino obediencia y espíritu de servicio hacia la Iglesia.
«Cada caminante siga su camino». Es lo que se me viene a la cabeza. Un lema que sedujo al fundador y que encontró en el letrero de un acuartelamiento abandonado del ejército republicano. No soy muy dado a crear derechos, pero si tuviese que alumbrar uno proclamaría también el derecho de toda persona a ser dejado en paz y no sólo las personas físicas, también las instituciones. No invento nada. Tras ese «cada caminante siga su camino» late una cuestión de libertad, esforzarse por comprenderla y así respetarla; es dejar hacer y trabajar en paz a quienes no tienen otro empeño que hacerlo para la Iglesia y hacerlo según su vocación, luego no caprichosa o arbitrariamente, sino como Dios les manda.
Sí, proclamo ese derecho a dejar vivir y trabajar, a que no líen quienes acuñan prejuicios o se dejan llevar por ellos, porque así lo único que se consigue es dar cancha a los enemigos de la Iglesia –que ya es grave– y, peor aún, se entorpece lo que Dios ha querido que haga ese trozo de su Iglesia que tantas muestras de fidelidad y obediencia le ha dado y da. Dejar en paz y no trastear con lo que es jurídicamente pacífico; y, en fin, no crear conflictos donde no los hay porque al final acaban en líos endiablados y ésta no es una simple expresión.
José Luis Requeroes magistrado.
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