Quisicosas

La casa negra

Marta, que tenía las cicatrices frescas de la cesárea por la que acababa de entrar su hijo al mundo, el mismo que salía del mundo con ella, como en aquel monte Calvario.

La casa negra tiene los ojos vacíos, no hay nada en ellos, la luz atraviesa los vanos hilvanando pecho con espalda, porque sólo queda el esqueleto de una casa huera, que huele a goma quemada. Hay 138 pisos que son 138 historias de amor. La de Javier, que quiere ser bombero y ha perdido en el fuego todos los apuntes de la oposición. El viernes compró una muda en Zara, para ir tirando. O la de Rafa, que se quedó abajo con el «nano», regresando del gimnasio y escuchando estupefacto por el móvil cómo su mujer corría escaleras abajo, con el fuego pisándole los talones con prisa, que llegó a sus brazos sin resuello. O la de Fernando Bonete, que vivía pared con pared con el piso que desató el corazón del incendio, en el octavo, y aún llora por la anciana del séptimo que no le dio tiempo a auxiliar, aunque resulte que también ella consiguiese al final salir. Y la del vecino tetrapléjico que salvó el bombero. Y la de Amar y su novia, que sintieron las llamas lamiendo el balcón con ira y mantuvieron la sangre tan fría como el agua que les arrojaban los bomberos, y al fin reposaron en la grúa que consiguió posarlos en tierra santa.

Claro que también tiene casillas negras el damero de la casa. Casillas para gente sola y acompañada, sana y enferma, joven y vieja, y que incluso albergan familias enteras como la de Marta, que supo decirle a su madre, al teléfono, que se le agotaba el aire en aquel tubo de humo acrílico que algún día fue cuarto de baño fresco. «Mamá, no podemos respirar» y ella, su marido, el niño de dos años y el bebé salieron de la casa negra hacia el cielo blanco. Marta, que tenía las cicatrices frescas de la cesárea por la que acababa de entrar su hijo al mundo, el mismo que salía del mundo con ella, como en aquel monte Calvario.

Hay azulejos blancos en la morgue porque así son todos los mortuorios del mundo, blancos en vez de negros. Y han contado hasta diez y hay diez vidas sobre las mesas. Y nadie de entre ellos sabe por qué pisó mal el damero maldito. Que así es la vida, que no es de uno, que es un pasillo de humo que a veces no tiene ventanas y entonces apremia salida. Qué rara la casa negra de Valencia, qué ajedrez arcano. Una ama mucho su casa, y a veces piensa que es un error aferrarse a las casas de este mundo. Pero un amigo me dijo: «¿Cristina, que es una mujer, sino una casa»? En el tren de vuelta me vienen ganas de llorar.