
El ambigú
Cataluña y la conllevancia
El concepto de nación constitucional, es el que garantiza la igualdad, la legalidad y la democracia
Hemos oído recientemente que la «solución de fondo» para Cataluña pasa por avanzar hacia el reconocimiento de su «identidad nacional». La frase suena solemne, incluso conciliadora, pero en el fondo no es nueva ni inocente. Se trata de una idea recurrente: revestir de legitimidad política lo que, en realidad, busca erosionar los fundamentos constitucionales del Estado. En democracia es legítimo defender muchas cosas, incluso que Cataluña es una nación. Lo que no se puede hacer es ignorar que el único marco que garantiza los derechos de todos es el orden constitucional. Porque sí, la Constitución de 1978 reconoce la diversidad de España –nacionalidades, lenguas, culturas–, pero lo hace desde un principio esencial: la existencia de una única nación soberana, que es España. El artículo 2 de la Constitución lo dice con claridad meridiana: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Esa fórmula no es decorativa ni simbólica; es la piedra angular de nuestro sistema democrático. Cualquier intento de vaciarla de contenido, aunque se presente con buenas palabras, supone un ataque directo al pacto de convivencia de 1978. El Tribunal Constitucional ya se pronunció sobre esta cuestión en su conocida Sentencia 31/2010, relativa al Estatuto de Cataluña. Aquel texto, aprobado en referéndum, pero parcialmente recurrido, incluyó en su preámbulo la afirmación de que «Cataluña es una nación». El Alto Tribunal respondió con claridad: esa expresión carece de eficacia jurídica. Puede tener valor político o cultural, pero no implica reconocimiento de una soberanía distinta. Porque la única soberanía que reconoce la Constitución es la del pueblo español en su conjunto. Y aquí está el quid de la cuestión: una cosa es hablar de identidad, de cultura, de sentimiento nacional; y otra muy distinta es utilizar esa identidad como excusa para reclamar privilegios políticos o derechos que quiebran la igualdad entre ciudadanos. Cataluña tiene una identidad fuerte, rica, plural. Nadie lo niega. Pero eso no le otorga derecho alguno a situarse fuera del marco constitucional común. Es legítimo defender una realidad nacional catalana en el plano cultural o simbólico. Pero es aún más legítimo –y necesario– defender el concepto de nación constitucional, porque es el que garantiza la igualdad, la legalidad y la democracia. Como recordaba Habermas, «la legitimidad democrática requiere que las decisiones políticas se sometan a la legalidad constitucional». Sin ley, no hay derechos. Sin normas compartidas, no hay libertad posible. Cuando uno está con la ley y el orden constitucional, no está solo, ni es un reaccionario. Está con millones de ciudadanos que creen en la convivencia basada en reglas comunes. Está con quienes defienden que el autogobierno es perfectamente compatible con la unidad nacional. Porque autonomía no es soberanía. Y porque defender la Constitución es, también, defender el autogobierno frente a quienes quieren convertirlo en una antesala de ruptura. No, España no es una «nación de naciones». Es una nación que reconoce la diversidad, aun la pluralidad, sí, pero una sola nación. Reconocer esa pluralidad no exige dinamitar los cimientos del Estado. Más bien al contrario: preservar el marco constitucional es la única manera de garantizar que esa pluralidad no se convierta en desigualdad o fragmentación. Como decía Ortega y Gasset, «España es el problema que sólo puede resolverse con todos los españoles». Y ese «todos» no admite compartimentos estancos ni soberanías cruzadas. La respuesta no está en fórmulas ambiguas ni en gestos simbólicos: está en defender lo que ya tenemos. Y lo que tenemos es una Constitución que ha dado a Cataluña más autogobierno que nunca y a España el periodo más largo de estabilidad democrática en su historia. Las estólidas peroratas no conducen a nada.
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