María José Navarro
11 M
Aquel once de marzo me desperté temprano. Como siempre durante aquella temporada. Pero aquel día un poco más. No sé, son cosas que pasan, que intuyes, seguramente notas en el suelo de tu casa. Me levanté, puse la radio (bendita radio y bendito Marconi por inventar ese medio maravilloso y único) y zas. Te van dando datos. Va la cosa a peor. Pinta mal. Tomas el autobús, un poco zumbada por la intensidad de la información que llega. Te pones los auriculares. Vas bajando hacia la Puerta de Alcalá. El conductor de la línea que te lleva sube el volumen de la emisora que sintoniza siempre. Todo el mundo va en silencio. No sabemos qué hacer. No sabemos qué decir. Nos miramos. Pero poco. Bajamos la vista. Seguimos escuchando. La Policía nos para antes de llegar a lo que se supone es el destino. No pueden pasar de aquí, bajen y si están cerca vayan a pie pero no se acerquen a la zona y si no, vuelvan a casa. Es por su seguridad. Saco la acreditación de mi medio. El policía me dice que pase. Y llego. Y llego y el ánimo en todos era el mismo. Me maquillan y mientras escucho los datos, lloro. Lloro tanto que me tienen que maquillar otra vez. Y lloro. Me toca directo en breve. Y, en realidad, no sé nada. No sé quién ha sido, no sé si ha sido este o aquel, pero me da lo mismo. Qué triste Madrid. Qué mañana más gris, qué plomizo Madrid. Y te dicen, vamos, vas al directo. Y se enciende la luz roja y ya está. Se deben acabar tus emociones. Y empiezan a llegar las cifras, los datos, las imágenes de las primeras víctimas, de las primeras gotas de sangre, de los primeros indicios de una tragedia. Lo tengo tan vívido que me da miedo. Mi recuerdo a los muertos. Y a sus benditas familias que les dan historia.
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