Cristina López Schlichting

Agonia navideña

La Razón
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Esto de ser de Podemos está suponiendo un calvario para más de una y/o uno. La formación de Pablo Iglesias, dividida entre el líder máximo y Errejón, no está sabiendo gestionar el éxito cosechado en las calles tras el 15M. Aquel tiempo del descontento, abonado por la tremenda crisis, cristalizó en un partido de empuje sorprendente. Ahora es casi imposible aclararse y saber qué proponen. Empezaron atacando a Bruselas y planteando rupturas comunitarias al estilo Syriza, también prometiendo sueldos universales y nacionalizaciones, pero hace tiempo que se cayeron del guindo y hablan de modelos escandinavos. Lo malo es que no basta con un «aggiornamento» de este tipo. Podemos es una pura contradicción. Para empezar, cada vez que revuelve las calles y adopta el estilo «lucha urbana» pierde credibilidad como partido convencional y, al revés, cuando hace intentos de representación popular sensata, chirrían las bases, que se entienden como una guerrilla ideológica antisistema. Pero, en segundo lugar, Errejón e Iglesias encarnan una bicefalia irreconciliable. La que existe entre Venezuela y Europa, entre el siglo XIX y el XXI. Porque Iglesias es un comunista clásico revestido de metodología bolivariana, mientras que Íñigo Errejón es, en realidad, un Pedro Sánchez más feo. Uno que plantea posiciones socialdemócratas con aires callejeros y rupturistas, canalizando el descontento causado por el bipartidismo tradicional. Pablo, sin embargo, aspira a metas antiguas, como la sustitución de la democracia representativa por la llamada democracia directa, que es un nombre fino para la dictadura del proletariado. Las suyas son posiciones soviéticas, con revolución de masas, partido único, control de los tribunales y fuerzas de seguridad y, por supuesto, los canales culturales y los medios de comunicación sometidos. En vez de comités revolucionarios utiliza asambleas y colectivos sociales, pero su deseo es una sociedad estatalizada, donde el poder único controle todos los aspectos sociales. Un mundo que nazca de la paulatina «educación» de los ciudadanos para lograr su conversión a una ideología salvadora. No hay modo de conciliar ambos proyectos. No se trata sólo de «civilizar» los métodos y convertir a los manifestantes encapuchados en parlamentarios presentables; es que nada tienen que ver el poder omnímodo y omnipresente con la división de poderes; la rotación de partidos de la democracia occidental y la enconada resistencia de Maduro a ceder el poder. No hay ni un ápice de pluralismo en el sistema bolivariano ni un ardite de monopartidismo en la democracia parlamentaria. El núcleo último de la diatriba entre errejonistas e iglesistas es que Pablo no es de este siglo. Este señor es una línea suelta de «El Capital», una página de almanaque viejo, un jirón de un tiempo en el que había una sola verdad política, una sola clase luchando contra una casta feudal, un sistema rígido para un mundo atroz. Sólo espero que nada semejante vuelva a ocurrir en Europa. Me alucina que alguien pueda creerse esas cosas después del Gulag. Me pregunto si es maldad o ceguera.