José Luis Alvite
Amanecer con tren
Me dijo ella: «Me vence el sueño. Cuéntame cosas que no me duela olvidar por culpa de haberlas escuchado mal. No te molestes si no te invito a mi cama. Mi madre tenía razón cuando me dijo que el cansancio me volvería decente. Háblame, por favor. En tu voz cansada todo lo que dices suena sincero. Coge un cenicero y siéntate a los pies de la cama, como si fuese tu mejor amiga y estuviese enferma». Entonces sometió con los brazos la ropa de la cama alrededor del cuerpo casi desnudo y entornó los ojos. Hice lo que me dijo y prendí un cigarrillo. «¿Sabes una cosa? Nunca desperté con un hombre sentado a los pies de mi cama. ¿Me harás el favor de seguir ahí cuando amanezca?». «Duerme tranquila, amiga. También yo necesitaba una mujer cansada y una noche así. Me gusta que la penumbra sea el mueble que más destaca en tu alcoba. Te diré algo: Dejé el dinero en la guantera del coche porque necesitaba vivir una noche sin precio al lado de una mujer que sólo esperase de mí un poco de conversación y las somníferas pisadas de un felino cada vez que me levante al baño. Sólo somos buena gente acorralada, una muchacha en cuyo aliento huele aún la tiza de la escuela y un tipo escéptico y vencido que en el fondo aun se cree capaz de la proeza de ser decente. Me vendrá bien pasar la noche sentado a los pies de tu cama. Necesitábamos la redención de una madrugada como ésta y que seamos otros cuando el aliento de mañana se haya olvidado del paradero de nuestras bocas de ayer». Seguía a los pies de su cama cuando despertó. Entonces apagué el último cigarrillo y me despedí con el final de esta columna: «Tengo que irme. Me esperan el coche y la carretera. Dentro de un rato sonará en tu cafetera el silbido del bendito tren que no perdimos».
✕
Accede a tu cuenta para comentar