Luis Alejandre
Arik
Si Ariel Sharon hubiese nacido en Virginia en el seno de una familia de agricultores o en un cantón suizo en una de ganaderos, hubiera sido un buen ingeniero agrónomo o un eficaz administrador de tierras y cosechas.
Pero nació en un «kibutz», de padre polaco alemán y de madre bielorrusa, huídos de su países de nacimiento por ser judíos y asentados en aquellas granjas mitad surco mitad trinchera que, al igual que nuestras «villas francas» de tiempos de la Reconquista, aseguraban la ocupación de un territorio sobre el que se asentaría el Estado de Israel. Con ocho años ya participaría en la defensa de su «kibutz», fusil en mano. Con 14 años ya formaba parte de una guerrilla judía opuesta a la presencia británica, que acabaría abandonando la región en 1948. Con 17 ya se alistó en el Ejército.
¿Qué podía esperarse de un joven con estos antecedentes? Pues un soldado duro, forjado en unidades de élite como son los paracaidistas, sacrificado, con ideas propias que no tenían porqué coincidir con las de sus superiores. Pero un jefe eficaz, resolutivo, brutal si llegaba el caso. Vivió intensamente tres guerras de supervivencia para su país en 1956 –Seis Días–, en 1967 y –ya retirado pero reincorporado urgentemente– en la de 1973 cuando neutralizó la invasión egipcia a Israel, envolviéndo por la retaguardia a su Ejército en una maniobra de paso del Canal de Suez, arriesgada pero de innegable brillantez.
Con su muerte desaparece quizá el último representante de una generación de generales israelíes que defendieron la integridad de su país con uñas y dientes. Y no se distinguieron precisamente por llevarse bien entre ellos. El que muchos tuviesen como meta final de su carrera una vocación política ya les predisponía a tomar partido diferente. De hecho Sharon en 1973 había abandonado el Ejército ante la negativa de Golda Meir, su jefa de Gobierno, a ascenderle, considerándole excesivamente escorado hacia la derecha política de su país. Pero cuando se tocaba a rebato, todos acudían, todos apoyaban la misma causa, conscientes de que se jugaban la supervivencia de Israel.
Para los militares españoles aquellas tropas tenían una controvertida aureola. Seguimos, por contactos con ellos o por estudios en revistas y centros especializados, su forma eficaz de combatir, normalmente contra enemigos muy superiores en número, apoyados en unos principios tácticos elementales pero que sabían manejar muy bien: buena inteligencia estratégica y táctica (en la selva no vence el más fuerte sino el mejor informado); iniciativa en el combate; sorpresa y acción de conjunto. Pero sobre todo, voluntad de vencer. Y crearon escuela. Cuando sus fuerzas especiales ejecutaron con brillantez el rescate de rehenes en el aeropuerto ugandés de Entebbe en julio de 1976, todos los ejércitos intentamos sacar «lecciones aprendidas».
Compaginaban todas estas virtudes con una presencia y uniformidad desgalichada, con muestras de disciplina externa muy especiales, algo que contrastaba con los ejércitos occidentales y no digamos con los orientales. Pero nos atraía aquella eficaz informalidad. Tampoco se preocupaban demasiado nuestros guerrilleros en la Guerra de Independencia sobre normas de uniformidad.
La imagen del Arik Sharon que hemos conocido estos últimos años, grueso y achaparrado, con andares tambaleantes como los de nuestro admirado Fraga, no tiene nada que ver con la del Sharon mandando un batallón paracaidista o posando junto a Moshe Dayan con la cabeza vendada en la Guerra de los Seis Días. Si cuesta imaginar a un Sharon vestido de gala, con charreteras en los hombros y con banda azul y blanca –los colores de su bandera– cruzada sobre su pecho.
En resumen, el ser humano es producto de sus genes familiares, pero también de las circunstancias –Ortega– en que nace, crece, vive y lucha.
Ha muerto un hombre obligado a ser soldado, quizá no por vocación sino por necesaria convicción. No es el único que tuvo que arriesgar la vida de sus hombres; no es el único en la historia de la Humanidad que fue cruel con el enemigo. Alguien no le perdona la muerte de refugiados palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila. Pero, ¿controlaba realmente Sharon a aquellas Falanges Libanesas? Y se comprometió con Gaza en su constante obsesión por definir unas fronteras entre Israel y Palestina. Y también fue –lo es, aún– criticado por sus propios conciudadanos.
El teniente general Beni Gantz, actual jefe de Estado Mayor, quiso despedirle como un soldado –incluso refiriendo su número de identificación– antes de ser enterrado en la granja familiar junto a su segunda esposa, que prefirió al cementerio oficial de Monte Hertzel en el que reposan los héroes nacionales.
«38166, general, Ariel Sharon, combatiente, comandante, líder. En nombre de todo Tzahal, –las Fuerzas de Defensa de Israel– de generaciones de comandantes y soldados del pasado y del futuro, le saludo y le agradezco todo lo que ha hecho por nuestra nación».
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