José Luis Requero

Arrogancia y autoridad

No hace mucho leía las declaraciones del representante de una asociación. No diré cuál, sí que está formada por empresarios y muchos particulares que han invertido bastante dinero y ahorros y llevan tiempo colisionando con la política gubernamental. Ese representante hablaba de sus problemas e inquietudes y de la poca sensibilidad del poder; se mantiene el diálogo, las buenas formas, pero sin resultado. ¿Por qué, pese a contarse por miles los afectados por esa política, no inquieta su enojo en los despachos del poder? La razón se la dio su interlocutor gubernamental: «vuestro problema es que no sois un problema social».

Cuando esa frase viene de quien está en el poder no es difícil intuir dos actitudes inquietantes. Por una parte, el desprecio o, si se quiere dulcificar algo, la arrogancia de quien por verse o sentirse poderoso no tiene por qué molestarse y atender a quien ve débil y sin capacidad de crearle problemas, por muy serias y atendibles que sean las razones del gobernado. El problema de uno no le hará perder el sueño, el de diez probablemente sí; desde su lógica la cuestión no la entidad del problema sino cuántos tienen ese problema. La segunda es la temeridad porque si ese poderoso sólo atiende a quien ve como un problema social –o puede llegar a serlo–, es que invita a crear problemas sociales para ser atendido.

El secreto del éxito es, por tanto, cambiar de adjetivo: se irá por el buen camino si se le crea al político un problema «social», lo que en realidad no es otra cosa que crear un problema «político» y sus derivados, en especial un problema de orden público. La solución consiste en tocar la única fibra sensible de no pocos responsables públicos: votos, imagen y conflicto. Es el fruto que recibe la arrogancia, el despotismo. Ese consejo –«si no armas jaleo no tienes nada que hacer»– es muy arriesgado y muestra que tras esa arrogancia lo que lo que hay es mucha debilidad –«si la armas, cambiaré de actitud»– e invita a que quien tiene pocos escrúpulos tome nota y la consiguiente medida a ese responsable público.

Hace unas semanas se vivió el conflicto del barrio burgalés de Gamonal. El análisis y el diagnóstico de esos días de altercados ya está hecho y no insistiré más sobre él, sobre todo en lo que se refiere a la reacción del alcalde de Burgos. Parece un ejemplo de lo que vengo comentando: sólo quien es capaz de crear un problema social o político o de orden público, valgan las redundancias, ve satisfechos sus objetivos. Pero en este caso, salvo que me falten datos, hay algo que no cuadra: no parece que hubiere una previa actitud arrogante.

En efecto, según mis datos, el proyecto de la obra que se quería hacer estaba difundido y explicado. Se habían organizado exposiciones con las propuestas presentadas al concurso de ideas y se mantuvieron reuniones en la zona para explicar las obras y se incluyeron actuaciones no incluidas en el proyecto inicial sugeridas por el vecindario. Además el proyecto estaba amparado en el programa electoral del partido gobernante y tenía el respaldo del segundo partido en el ayuntamiento; pero no sólo eso: es que la normativa municipal prevé trámites para el vecino sea oído. Si esto es así ¿qué ha fallado?.

Quizás en Burgos han pagado justos por pecadores y cuando había motivos para hacer valer algo bien trabajado, no se es capaz de defenderlo: se concede una victoria a quien está dispuesto a que los medios legales de participación ciudadana cedan ante la coacción. En el fondo llegamos al mismo punto: se sale con la suya quien es capaz de crearle al político –y desde su lógica– un problema social. O peor aun: se dan ideas a los buscadores profesionales de problemas sociales, naturales o inducidos, para usar sus armas contra el Estado de Derecho y el sistema democrático.

Como se ve, en un mismo partido gobernante pueden llegar a convivir la dos patologías: la arrogancia hacia el gobernado y la debilidad para hacer valer una autoridad bien ejercida. De lo que se deduce que muchos problemas acabarían abandonando la arrogancia y ejerciendo valientemente la autoridad.