Francisco Nieva

¡Ay, Ramón del alma mía!

De chico, yo escuchaba cantar a las niñas en corro:

¡Ay, Ramón del alma mía.

Del ama mía, Ramón!

Si te hubieras casado cuando te lo pedí yo,

no estarías ahora sentadito en el balcón,

viendo pasar la vida sin amiga y sin color.

No sé por qué esta vieja canción infantil me remite al recuerdo de Ramón Gómez de la Serna, que elevaba lo mínimo anecdótico a categoría. Los viejos pregones callejeros de Madrid como éste:

¡El tío de los cachivaches, el cogedor para el carbón, la rejilla para la hornilla, tierra o serrín para el gato... Todo barato!

Los trastos heteróclitos del Rastro, lo demodé, lo cursi, los absurdos flecos del tiempo... Un propagador de las vanguardias del siglo XX, supuesto inventor de «la greguería».

Pero nada de eso. Ramón conoció París a principios de siglo, cuando lo más nuevo de lo nuevo era Jules Renard, el autor de «Poil de carotte», un libro conmovedor, hiperrealista, sobre su infancia desgraciada, malamado por su madre. El éxito de aquel libro decidió su estilo y fue «Poil de carotte» hasta el final de su vida. Él inventó la greguería como reflexión irónica –o fantástica– de lo mínimo. Escribió un teatro bien singular, ligado profundamente a sus experiencias infantiles. Éxito seguro, popularidad, novedad, vanguardia... Causó un gran respeto y admiración en Ramón. Un serio flechazo intelectual. Y Ramón se dijo de inmediato: - «Este Jules Renard soy yo». No fue un plagio, sino una fusión, una suplantación de personalidad, casi un fenómeno paranormal. Suplantación corregida y aumentada, hasta lograr una obra que superaba al inspirador, precisamente fundamentada en la greguería, el súmmum de lo mínimal, chistoso, reflexivo, visionario y presuntamente naif. En el público español e hispanoamericano causó sensación y se convirtió en aguerrido adalid de las vanguardias y los «ismos», que jalonan de atrevidas ocurrencias estéticas todo el siglo XX.

Fundó «La Cripta de Pombo», porque surgían Ramonianos simpatizantes por todas partes. Dio conferencias sorprendentes, hasta subido en un elefante del «Cirque d´Hiver» de París. Sus artículos, sus novelas cortas, causaron sensación, expectación y hasta escándalo. En verdad, la obra de Ramón se ganó la gloria popular y la adhesión de muy esclarecidos cerebros de nuestra cultura. Fue profeta en su tierra y más allá, en el hemisferio austral de la hispanidad. Y se ganó la admiración y la defensa de Jorge Luis Borges, el mayor creador literario y poético de Hispanoamérica, otro enigma intelectual, que al igual que Ramón, suplantó la personalidad creativa del escritor judío francés Marcel Schwob. Y se dijo lo mismo: - «Este Marcel Schwob no es otro que yo».

Schwob introdujo su gran erudición histórica y literaria en su obra narrativa y fantástica, convirtiéndose en «un raro» que, asimismo, causó sensación. Es también el superplagio, el plagio que devora y supera lo plagiado hasta hacerlo olvidar humillantemente. Un caso muy similar al de Ramón versus Jules Renard.

Con esto no descubro el Mediterráneo, cualquiera lo puede comprobar. Finalmente, Borges acabó reconociendo públicamente su gran débito con Marcel Schwob. Puede que lo de encontrarse a sí mismo en el otro sea de lo más común. Ya Julio Casares en su libro «Crítica profana» denunció cómo Valle-Inclán plagió descaradamente a Barbey d´Aurevilly. Ni el caso de Ramón, Valle ni Borges merma mi admiración por ellos. Sabido es que en España y en países de América del Sur todo lo francés suscitaba una paleta admiración. Ya se dijo que cuando los argentinos eran buenos, no iban al cielo sino a París. - «Ha estado en París, ha vuelto de París», era digno de consideración y respeto. Un aval de credibilidad y autoridad estéticas.

Por último, pienso que no debiéramos hilar tan fino en cuestiones de propiedad intelectual. Todo es de todos y todo prospera en manos de todos, especialmente la evolución de ideas y las tendencias, el Renacimiento, el Barroco, el Expresionismo, la modernidad y la posmodernidad. Plagiar y vencer y superar lo plagiado bien puede ser una virtud. Confieso que Ramón Gómez de la Serna me ha dado más que Renard, y mi admiración por éste jamás desfalleció. Ni la que le debo a Marcel Schwob. Así son las cosas de complejas en el mundo del Arte: evolución, involución, retroceso, estancamiento. Y vuelta a empezar: revolución, resurrección, evolución, involución, retroceso, estancamiento. Hasta que esta especie de tornillo vital se acaba, porque hemos nacido para morir, incluso el Universo.

Tanto más talento se demuestra cuantos más imitadores se tienen. Y tener imitadores de talento es el privilegio de los mejores. No puedo decir más.