Alfonso Ussía
Blanca limusina
Lo dijo la tradicional amante de un conocido financiero: «Es adorable. Siempre que vuelo a Nueva York me espera en el aeropuerto Kennedy una "muselina"blanca»; «será una limusina», terció una amiga caritativa. La tradicional amante no admitía las correcciones semánticas, y menos aún, cuando merendaba en «Embassy». «Será lo que yo quiera, que es a mí a la que me recoge, me lleva y me trae». La fuerza argumental del dinero.
Una limusina es un coche de lujo desproporcionado. En una buena limusina se puede jugar al «ping-pong», siempre que sus ocupantes sean aficionados a tan colérico deporte. La comunicación con el conductor se establece mediante un interfono como consecuencia de la larga distancia que separa a quien lleva el volante de los pasajeros. La limusina es característica de los grandes narcotraficantes. Cuanto más larga, más droga vendida. Una limusina es la definición rodante de la horterada, y si está pintada de blanco, la repanocha del mal gusto. En España se alquilan para las bodas y se ha extendido su demanda para las primeras comuniones.
La Iglesia española se ha manifestado «preocupada y entristecida» por el boato social que impera en las celebraciones de la Primera Comunión, que el vulgo recién adinerado denomina «la Comunión». Importa más lo social que lo espiritual, y el significado de la celebración, la recepción por vez primera de la Eucaristía, se ha convertido en una mera justificación de la fiesta posterior. Se calcula en 3.000 euros la media que gastan los españoles en la Primera Comunión de sus hijos. Así que se presentó ante un juez de distrito una pareja con su niña vestida de blanco. «Queremos que nuestra hija haga la "comunión"por lo civil». El nivel del laicismo.
Los no creyentes se casan por la Iglesia y hacen la «comunión» por lo civil, lo cual resulta contradictorio. Todo es apariencia. Pero los creyentes también ayudan al despropósito con la exageración de la fiesta posterior al Sacramento. Y se han puesto de moda las limusinas blancas. Aguardan los invitados a las puertas de la iglesia, y rompen en aplausos cuando advierten la llegada del «Moby Dick» interminable. Un chófer negro desciende, abre la puerta trasera, y del interior de la limusina descienden los abuelos, los padres, los hermanos, algún tío, la profesora de piano y al fin, el niño vestido de marinero o la niña de impoluto blanco que van a recibir la Primera Comunión.
Antaño, se celebraban las primeras comuniones en las casas y los claustros de las iglesias con un desayuno y punto. Asistían las familias y los amigos más íntimos. No frecuentaban los payasos o los guiñoles las celebraciones y se centraba la atención de los niños en el significado religioso del Sacramento que iban a recibir. No era preciso que llegara el mes de mayo para celebrar la Primera Comunión. En mi caso, acompañado de mi hermano Jaime, la hicimos en el mes de enero, en la capilla del Colegio del Sagrado Corazón en la calle del Caballero de Gracia. Previamente nos habían preparado para comprender la importancia de nuestro paso. No hubo limusinas, ni payasos, ni guiñoles, ni muchedumbres de niños, ni invitados sociales. Aquellos espacios estaban reservados a Dios.
Pero hoy se piden créditos en los bancos para financiar las «comuniones», y es lógica la preocupación de la Iglesia. Un pedazo de pan consagrado en el Cuerpo de Cristo no cuesta dinero. La cursilería voraz de la sociedad se ha adueñado de nuestras vidas.
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