Cristina López Schlichting
Catalanes y marroquíes
En mi humilde opinión, hay racismo en Cataluña. Amo Barcelona, he veraneado durante años en Gerona y algunos de mis mejores amigos viven en la plana de Vic y he de reconocer con dolor que los peores comentarios que he oído sobre los andaluces los he escuchado allí. Buena parte del leitmotiv «España nos roba» se apoya en la convicción de que los andaluces son gente que no da ni chapa, con una cara impresionante, especializada en vivir de los demás. Las recientes declaraciones del alcalde Blanes –andaluz el mismo– comparando a los españoles con el Magreb no son una «boutade» esnob. Muchos en Cataluña están abriendo una enorme brecha con respecto al resto de España. Hasta el extremo de abominar de sus propias raíces.
Los pueblos –incluso el nacer en una u otra aldea– marcan sin duda a las personas, no seré yo quien lo niegue. En Oslo hay casi una librería por manzana y la meteorología propicia que los padres pasen los fines de semana en la biblioteca son sus hijos. Hacer algo así en Cádiz con temperaturas estivales sería suicida. Pero las influencias de este tipo no someten a las personas a una fabricación en serie. Las generalizaciones son odiosas y, sobre todo, mentira. Desafío a muchos catalanes a mantener los niveles de trabajo que muchos andaluces mantienen a 40 grados. Por otro lado, cada pueblo tiene bellezas y potencias que aporta al resto de España enriqueciéndola.
Andalucía ha sabido fijar población (es la mayor potencia demográfica nacional), genera turismo y riqueza y tiene algunos aspectos indispensables en su idiosincrasia –capacidad artística y lingüística, don de gentes– que contribuyen a hacernos a todos muy atractivos en el extranjero. Ignoro de dónde puedan haber salido los prejuicios del alcalde de Blanes y de otros, pero se me ocurren cosas horribles. Durante décadas los andaluces han construido Cataluña. La llegada masiva en los 60, 70 y 80 de muchos de ellos a las capitales dieron lugar a barrios enteros de cultura popular mixta, donde nació la rumba catalana, por ejemplo. La clase media local prefería distanciarse de estas «influencias». Se reía de las expresiones andaluzas, del folklore del sur, de costumbres que consideraba atrasadas.
Ahora este complejo «de clase», sumamente provinciano, parece haberse extendido a los propios emigrantes o hijos de éstos. Quieren obtener marchamo de superioridad y para eso se distancian de sus raíces. Pero este movimiento es, insisto, racista y xenófobo. Hay que hacerle frente. Si los niños catalanes no leen a Lorca o a los Machado, si no conocen la Alhambra o la Torre del Oro, si no comprenden que su sociedad se ha construido con un vigoroso elemento andaluz del que deben sentirse orgullosos, el peligro será la constitución de una identidad excluyente y elitista, muy empobrecedora. El complejo de superioridad está siempre anclado en un previo complejo de inferioridad. Abrirse al mundo es una solución, no un problema.