Luis Alejandre
Cien mil
Podrían ser los euros distraídos en el último caso de corrupción política. Pero no. En nuestra historia reciente hablamos tristemente de cantidades muy superiores.
Nos suena más al número de franceses que al mando del Duque de Angulema nos hicieron la gracia de consolidar la monarquía de Fernando VII, pocos años después de que los ciudadanos de las Españas peninsular y americana, se dejasen la piel luchando contra Napoleón, en defensa de una patria en la que la monarquía seguía siendo considerada un pilar fundamental. Fueron los Cien Mil hijos de San Luis. No hay acuerdo sobre si eran más o eran menos. Da igual. El efecto disuasorio se consiguió, e iniciamos una década (1820-1830) que intentó borrar las libertades que recogía la Constitución de Cádiz de 1812, a la que no hubo más remedio que apellidar «ominosa».
De la estrategia disuasoria referida a multiplicar el número de combatientes hay muchos ejemplos en la historia militar. Queipo de Llano en la Sevilla de julio de 1936, hizo desfilar a unos mismos legionarios, primero a pie, cabra al frente; luego en camión comodamente sentados; luego a caballo tras una rápida requisa en la zona. Poco faltó para hacerles desfilar de nazarenos, pero «la caló» y la fecha no lo aconsejaron. No obstante, el efecto disuasorio fue inmediato, como bien conoce el lector.
Cien mil. Nos referimos a la Ley de Unidad de Mercado que intenta poner fin a la metástasis legislativa que ha sufrido nuestro país desde la Transición. Con razón decía un magnífico editorial de este periódico: «mientras las leyes aprobadas por los «lander» alemanes durante los últimos 30 años –fusión de dos estados incluida– no superan las once mil, las dictadas en España en el mismo tiempo son cien mil. Es decir, que hemos legislado diez veces más que una república federal más extensa y con el doble de población. Pero hay otra consecuencia y no sólo cuantitativa. Con tanta ley, nunca habían proliferado tanto los escándalos económicos, nunca la sensación de corrosivo fraude generalizado se había impregnado en nuestra vida social. Yo creo que desconfiamos incluso de los honestos, que los hay y muchos. Una portada de periódico o dos minutos de telediario pueden presentarnos flujos y reflujos de escándalos sin fin. Tras uno que afecte a un partido, aparecerá otro del contrario; si se ataca a una conducta, siempre hay excusa para decir que es un ataque político. No se sabe si es revancha o desquite o es simplemente una información veraz y trabajada. Pero hasta de estas informaciones, también desconfiamos. La sociedad piensa que lo primero que hay que conseguir es que el ladrón de bienes públicos devuelva inmediatamente lo robado, no a los catorce o dieciséis años. Y más de uno piensa que habrá que acabar como en algún país oriental en que se asocia al ladrón con la mano amputada. Aquí no darían abasto las ortopedias.
Además, entre la maraña de las cien mil normas, vegetan jurisprudencias del Supremo y del Constitucional, disposiciones transitorias y adicionales, leyes de acompañamiento de los presupuestos, que constituyen verdaderos laberintos jurídicos. Se modifica y se vuelve a modificar de acuerdo con la opción política del momento y se abandona la buena práctica de refundir en un solo texto, cerrado a fecha concreta, porque sencillamente no se da abasto. Y el más listo , el que sabe extraer de una ley «porque la hicimos nosotros» lo que puede beneficiarle a él o a su partido, saca los réditos que quiere. Y, a poco que pueda, pasará del negocio público al privado.
El Derecho romano nos transmitió una sentencia sabia: «Plurimae leges, corruptíssima republica». Es decir, «mucha ley, corrupción en la cosa pública». Todos tenemos parte de responsabilidad en este Estado. Por supuesto unos más que otros. Otros, que no han hecho mas que trabajar, cumplir y servir a su sociedad, no a servirse de ella.
Ya que hemos citado a Alemania, recuerdo una de las claves de su estabilidad política y social sin llegar a la necesidad de cortar manos: la separación de poderes. Incluso su Tribunal Supremo está físicamente lejos de Berlín. Mientras en España el Poder Judicial esté claramente contaminado por los otros dos poderes –Ejecutivo y Legislativo–, las sentencias serán eternamente recurribles, los procesos largamente diluidos con la excusa de la seguridad jurídica. La pirámide judicial constituida por jueces y fiscales dependientes de quien les nombró, carece de la libertad necesaria para juzgar. ¡Es todo el sistema el que hay que reconstruir! Bien lo saben cientos de buenos jueces –no necesariamente con estrella– que trabajan día a día impartiendo justicia.
No es cuestión de llevarse el Supremo al Caminomorisco de Marañón. Es cuestión de tomarse en serio, cómo refundimos con eficacia, cien mil leyes.
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