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Alfonso Ussía

Con explicación

Un nuevo –qué importa el número–, aniversario del atroz asesinato de Miguel Ángel Blanco por parte del terrorismo etarra. Pero es un aniversario diferente. El primero en el que se pretende menguar la herida y el dolor con una explicación política. Eso intentan, al menos, el Coletillas y su fiel escudero, el camarada Monedero. En Ermua, es decir, la yerma, la sin nada, la ciudad que crece con los que emigraron a las tierras vascas desde otros lugares de España para encontrar su futuro. Los Blanco y los López. Podrían haber sido también los Iglesias y los Monedero. Ermua, la maqueta, la que huele a sudor castellano, extremeño o andaluz de fábrica, a trabajo duro, y en muchos casos, a desesperanza. Línea fronteriza entre Vizcaya y Guipúzcoa, las dos provincias vascas que llevan siglos dándose la espalda, sólo unidas por su condición española. A los del sur –los alaveses–, les decía Sabino Arana los «burgaleses», con el desprecio que sólo usaba para referirse a Castilla. En Ermua, en un piso obrero, pasaban sus peores horas de angustia los padres y la hermana de Miguel Ángel Blanco, secuestrado por la ETA por una explicación política. Ni los padres ni Mari Mar, la hermana de Miguel Ángel, encontraron en aquellas horas de insufrible dolor la explicación política que hoy se ha puesto tan de moda.

No lejos de allí, tampoco Miguel Ángel Blanco entendía que su tortura tuviera el bálsamo y la justificación de una explicación política. Cuando hallaron su cuerpo, agonizante, con una bala en la cabeza, los médicos encontraron incrustado en su cráneo el proyectil, pero no la explicación política. Y ya fallecido, los forenses dictaminaron que Miguel Ángel había sudado generosamente en las últimas horas de su vida. No por practicar ejercicio alguno. Había sudado de terror, de incomprensión, de miedo, de verse sometido a la peor de las maldades con su vida resignada a las pocas horas que le quedaban para vivirla. En su caso, para padecerla, para sufrirla. Los asesinos que estaban junto a él, que le habían atado las manos a la espalda, que lo tenían secuestrado y sentenciado a muerte sin juicio y sin defensa, tampoco se molestaron en darle explicaciones políticas, le examinaban la nuca, el lugar perfecto para asesinar a un inocente de un disparo cobarde. La nuca de Miguel Ángel intentaba por todos los medios impulsar el giro de su cabeza para mirar a los ojos de sus verdugos, pero no le permitieron hacerlo. Su horizonte era la pared húmeda de un habitáculo más humedecido aún por las lágrimas y las meadas que brotan con el terror. Las lágrimas previas a su muerte. Las lágrimas que anteceden al asesinato cuando la víctima se sabe protagonista involuntario del crimen. Buscaba Miguel Ángel el último consuelo de su vida apoyando su cabeza en la pared maloliente, que tampoco supo darle explicaciones políticas a su dolor y a su miedo.

En Ermua, la yerma, la sin nada, en su piso obrero comprado con la hipoteca del trabajo hecho, los padres y la hermana de Miguel Ángel recibían el amor de todos los españoles de bien, la gran mayoría. Ignoro dónde, en qué jardín, en qué lugar, estarían jugando a no se sabe qué los niños de las familias Iglesias y Monedero. La noticia se produjo a primeras horas de la tarde, una tarde terrible y de calor aplastante del mes de julio. En un descampado, bajo un puentecillo, dos cazadores habían encontrado un cuerpo, aún con vida. Era Miguel Ángel Blanco, con la mirada perdida, con la cabeza destrozada y con la nuca convertida en la fuente de un nuevo río de sangre honesta y decente. Los ríos que más gusta contemplar a los asesinos de la ETA. Los ríos que algunos años más tarde, ya crecidos los púberes Iglesias y Monedero, han encontrado la explicación política que demandaba su curso, su charco de sangre mezclado con los sesos esparcidos sobre la tierra. La tierra que era también la tierra del asesinado, más todavía que la tierra de los asesinos. Pero aquella amalgama de sangre, huesos, sesos y tristeza, por mucho que lo intentó, no encontró el consuelo de la explicación política.

Hoy, Miguel Ángel Blanco sigue siendo el ejemplo del mártir de la libertad. Muchas tumbas acompañan a la suya en el clamor del sacrificio. Fueron asesinados por la más deleznable banda terrorista. Por unos asesinos sin escrúpulos, criminales de niños, torturadores, homínidos sin piedad, impostores que saciaban su odio en nombre de una mentira. Una mentira que hoy tiene explicación política. Bueno sería que los sabios profesores que han descubierto la verdad de todo aquello reúnan a los familiares de Miguel Blanco, y a los padres, hermanos e hijos del resto de los asesinados por la ETA, y en el cementerio que prefieran y sobre la tumba del asesinado que ellos elijan, se atrevan a impartir su clase magistral, su explicación política, su teoría de la mugre, su comprensión por los que apretaron el gatillo, y su desprecio –siempre disfrazado de moderado asco–, por las víctimas de la barbarie, la indefensión y la cobardía del terrorismo que ellos estiman políticamente explicado.

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