Marta Robles
Contar víctimas
Leo las distintas informaciones recientes sobre pateras y naufragios y encuentro, en todas, los números en los que se encierran las víctimas sin cara de esta tragedia recurrente. Los últimos desgraciados que han dejado sus alientos en ese mar que se los traga sin compasión han sido seis. O quizás nueve, porque cuatro más han desaparecido en las mismas aguas voraces. Nunca sabremos sus nombres. Ni sus ambiciones. Ni sus sueños. Los contabilizaremos en ese registro de «personas perdidas» que se va engrosando en cada desastre e incluso, durante un momento, sentiremos cierta lástima desgastada por ellos. Tenemos tan asumido que, cada poco, morirán unos cuantos, que ya ni nos duele ni nos aturde sumar sus muertes a la de tantos otros que, antes que ellos, corrieron su misma suerte. Para que los números no nos inquieten demasiado, solo contabilizamos los muerto de cada año y en el Mediterráneo. «El año pasado fueron tres mil setenta y dos», nos decimos. «Que barbaridad», nos contestamos. Y, después de horrorizarnos un poquito y de comentar, tal vez, eso de «que injusto es el mundo» volvemos a nuestros quehaceres habituales como si nada hubiera pasado o, como mucho, nos enzarzamos durante algunos minutos en alguna acalorada discusión sobre qué medidas habría que tomar con los inmigrantes en nuestro país, en Europa o en el mundo. Y luego nos olvidamos. Y todos ellos, los muertos, tal vez en esta última ocasión guineanos, acaso de nombre Mamadou, Ibrahima, Abdoulaye o quizás Mohamed o Boubacar se convierten en fantasmas sin rostro, que vagan por ese universo de cifras de horrores a los que solo prestamos atención, cuando tenemos que aumentarlas... Cuando hay nuevas víctimas que contar.
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