Restringido

Corrupción política

La Razón
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Nuevos acontecimientos electorales arrastran tras de sí los titulares de inéditos o renovados casos de corrupción política. Parece como si en la agenda de los partidos este tema sólo pudiera entrar cuando de lo que se trata es de atacar sin piedad a los rivales con la esperanza de que, ciertas o no, las noticias sobre sus ilícitos enriquecimientos fueran a modificar el ineludible curso de los votos.

Estos asuntos de la corrupción son estridentes y se presentan siempre bajo una forma maniquea, como si sólo los oponentes estuvieran manchados por ellos. Sin embargo, cuando se observan con distanciamiento, lo que verdaderamente muestran es que todos los partidos están tocados por ella más o menos de una forma proporcional a su poder político. Hay excepciones, es cierto, y ahí están el GIL, el Partido Andalucista o Unión Mallorquina; pero si medimos los casos de corrupción por millón de votantes, PP, PSOE y los otros partidos se encuentran en un nivel similar. Por eso no se entiende muy bien que se arrastren por el fango unos a otros con tanto entusiasmo.

O tal vez sí. Puede ser que lleguemos a comprenderlo si tenemos en cuenta que uno de los hallazgos más sorprendentes de la investigación de los politólogos acerca de este asunto es que la corrupción apenas tiene efectos electorales. Los estudios de que disponemos se refieren casi siempre al ámbito local, aunque también los hay que aluden a las elecciones generales. Permítanme que evoque el que realizaron hace tres lustros Miguel Caínzos y Fernando Jiménez tomando en consideración los comicios en los que Felipe González perdió el gobierno para dejarlo en manos de José María Aznar. Era una coyuntura que, aunque de manera inversa en cuanto a la posición de los actores de derecha e izquierda, se asemejaba en mucho, no en todo, a la actual. Esos dos académicos, estudiando detenidamente el material sociológico, se encontraron con que los electores que valoraban la corrupción como un problema mostraron una probabilidad de abstenerse muy inferior a la de los que pasaban de ella. Pero en su papeleta electoral sólo fue uno más entre los asuntos a considerar: «La corrupción –señalan– importa, pero otros factores importan más».

Al final, resulta que la influencia electoral de la corrupción es marginal. Otro trabajo, en este caso debido a Juan Luis Jiménez, Carmen García y Christopher Méndez, concluye que, en las elecciones de 2011, para el PP el efecto de la corrupción fue un aumento del 0,7 por ciento en el voto, mientras que para el PSOE se concretó en la rebaja de un 0,8 por ciento en los sufragios obtenidos.

Somos los electores los que no castigamos a los políticos corruptos. Y éstos lo saben. Por eso, cuando el tema hace ruido, se llenan la boca con altisonantes propuestas y cambios legislativos que todo lo dejan más o menos igual. Los partidos pocas veces excluyen a sus dirigentes corrompidos, con lo que pasada la marea todo vuelve a su cauce. Al final, como dijo una vez Leonardo Sciascia, «todos somos culpables de la porquería que nos rodea, aunque el poder sea el culpable principal».