Alfonso Ussía

De «Cecil» y otras criaturas

La Razón
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En el decenio de los ochenta del pasado siglo, un amigo compró con gran esfuerzo el premio a su trabajo de toda una vida. Una dehesa en Extremadura. La vieja casa de guardas medio derruida por el abandono y la indolencia de los anteriores propietarios, mereció el proyecto de una casa nueva, reconstruida y sencilla. Le fue denegado el permiso. El motivo, la presencia permanente de un feliz matrimonio de mochuelos moteados que habían adquirido el derecho a la ocupación. Ahí sigue la dehesa, ahí sigue la casa derruida, ahí los descendientes de los mochuelos moteados, y mi amigo bajo tierra sin culminar su ilusión.

El ecologismo «sandía» se ha cargado la bellísima ría de La Rabia, frontera de Comillas con Valdáliga. Durante siglos, las mareas se controlaban mediante unas compuertas, y la ría siempre aparecía colmada de agua, con una vida natural prodigiosa. Cuando fue sustituido el antiguo puente por uno moderno, los ecologistas «sandía» –verdes por fuera, rojos por dentro–, se opusieron a las compuertas. Volaron los patos y los gansos. Desaparecieron las quisquillas, los cangrejos y las rabalisas, vencieron los fangos y al día de hoy, hay que aguardar a la pleamar para disfrutar de su esplendoroso paisaje.

Por otra parte, y con ellos algunos partidos políticos, mostraron su oposición a la adaptación en parque de la naturaleza de las más de seiscientas hectáreas de Cabárceno, la gran obra de Juan Hormaechea. Pero Hormaechea no era fácil de doblegar, y ahí está su maravilla, heredada por todos los montañeses. Las viejas minas romanas de hierro, los bosques cerrados, los prados amplios, los lagos, y miles de animales de todo el mundo mostrados en estado de semilibertad. Estuve hace unos días, y me miró a dos metros de distancia un león macho. Rugió cuando adivinó mis deseables muslos. Mi simpatía por «Cecil», el gran león abatido por un dentista americano al que los ecologistas desean entregar al Estado Islámico, disminuyó al momento. En España, el secuestro de quinientas niñas cristianas por parte de los terroristas de «Boko Haram», la violación de sus cuerpos y su posterior venta como si fueran terneras, apenas ha entristecido a las feministas y a los ecologistas «sandía», que entran en la misma lata. Pero un dentista americano caza con arco a un león de catorce años a cambio de 50.000 euros, y estalla el histerismo buenista. Ese león, el fallecido «Cecil», se aproximaba al final de sus días. Su muerte le llegaría en un año, como mucho. Y su manera de morir hubiera sido mucho más desagradable. Desdentado, despreciado por todas las manadas, desnutrido, sin defensas y a bocados de una manada de hienas. La caza equilibra la naturaleza.

Si en España, además de su inmensa importancia económica, no se organizaran monterías, aguardos o recechos, los españoles terminaríamos desayunando en nuestras casas en compañía de un jabalí, que para colmo, con el malísimo carácter que gastan, nos exigirían la mejor tortilla, los huevos más grandes, el tocino más sabroso y el café con leche más cuidadosamente mezclado. «Cecil» era un gran león, y otro gran león le sucederá en belleza y fuerza. Hace años, Ahmed el elefante que rastrillaba el suelo con sus colmillos y apenas podía levantar la cabeza del peso, falleció de muerte natural . Un año antes, un cazador ofertó 500.000 dólares por su permiso de caza. Le hubiera ahorrado doce meses de agonía inmerecida. Y el parque donde agonizaba se habría enriquecido. Ahora está disecado, creo que en Kenya, sin recibir los honores del cazador.

La mitad del África negra muere de hambre. Hombres, mujeres y niños buscan en el norte y en el utópico paraíso de Europa su salvación y su porvenir. La caza es, con toda seguridad, la fuente de recursos más segura y creciente en muchos países. Los parques nacionales se han rodeado de terrenos particulares que explotan la caza. Los guardas de los parques se ven obligados, cada determinado tiempo, a disparar contra centenares de elefantes para equilibrar y mejorar la especie. De no abatirlos, ya se habrían comido toda la floresta, la selva, la sabana y el sombrero amarillo de Winnie Mandela. Entiendo la oposición a la caza. Pero creo que en sus argumentos hay más demagogia y cretinismo que base científica y naturalista.

Bueno, el hecho es que un dentista americano, cazador, quizá excesivamente obsesionado por el coleccionismo de los trofeos – muy americano, por cierto, como lo demuestra el muy difícil y hortera Premio «Watherby»–, ha matado a un gran león en la frontera vital de dejar de serlo. Piden su extradición. «Boko Haram» viola y vende a las niñas cristianas secuestradas y arrancadas de su vida y sus familias, y el mundo solloza por «Cecil». Todo es respetable, hasta cierto punto. El punto que separa el respeto del ridículo.