Restringido

Día de reflexión

La Razón
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Puesto que la Ley nos obliga a ello, bueno será que reflexionemos acerca de algunos aspectos del proceso que nos ha traído hasta las puertas del colegio electoral. Comencemos con la información sobre las preferencias políticas de los ciudadanos que los medios escritos han ido publicando con aparente asepsia gráfica y numérica, como si el material estadístico fuera ajeno a las pasiones de quienes lo elaboran y como si quienes lo interpretan estuvieran al tanto de los arcanos del futuro. Éste, sin duda, es tributario de las semillas sembradas en el pasado, pero la lengua del libro en el que está escrito no la conoce nadie. Los sociólogos, politólogos, periodistas y demás oficiantes del análisis electoral pueden tratar de aproximarse a él con mayor o menor fortuna. Pero eso es todo.

No negaré que las encuestas electorales tienen algún valor para orientarnos, pero añadiré que, para ello, deben cumplir estrictamente los requisitos que la estadística, esa rama de las matemáticas basada en el cálculo de probabilidades, prescribe para que ello sea posible. Y aquí, lamentablemente, casi siempre se falla, pues los muestreos suelen ser insuficientes para lo que se pretende. La causa es obvia: resulta demasiado caro y los periódicos no están como para asumir tanto gasto. Claro que, como resultado, sus lectores acaban despistados con respecto al estado real de la opinión pública.

A esto último contribuye muchas veces eso que suele designarse como la «cocina» de los datos, pues los lectores de encuestas nunca son informados de los algoritmos que conducen a la estimación del voto. Digamos que, en el mejor de los casos, no solemos tener en la mano todos los elementos de juicio; pero en el peor, somos guiados hacia estados de opinión artificiosos, creados para orientar el voto más allá de lo que pudiera derivarse de la discusión política racional.

Y es que de lo que tratan las elecciones es, precisamente, del debate político y de las soluciones que cada uno de los partidos contendientes proponen para esto o lo otro, para los problemas a los que se enfrenta la vida social. Tal debate ha experimentado en la última campaña un auge y una degradación simultáneos. Auge porque, en estos meses, como nunca antes, la controversia partidaria se ha adueñado de una buena parte del espacio televisivo. La causa es sencilla: hay audiencia y es muy barato, con lo que el negocio para las cadenas está asegurado. Pero a la vez la discusión se ha envilecido, pues esos medios audiovisuales fuerzan el espectáculo, no la racionalidad, la aburrida explicación o los matices entre lo que constituye el acuerdo y el desacuerdo entre los partidos. La deplorable exhibición de «Rajoy versus Sánchez» ha sido el ejemplo más acabado de lo que digo.

Es con este bagaje con el que mañana acudiremos a los colegios electorales, esos lugares en los que, como escribió Italo Calvino, «la democracia se presenta a los ciudadanos bajo una apariencia humilde, gris y desnuda», y donde reside su verdadera grandeza.