César Vidal

«El Brujo», Homero y Aristófanes

Rafael Álvarez «El Brujo» acaba de regresar a los escenarios con una personalísima versión de la Odisea de Homero. Para comentar tan feliz evento, podría detenerme señalando que el sobrenombre le viene al actor como anillo al dedo ya que logra hechizar como pocos, poquísimos, al respetable. También cabría que me atreviera a dar algunas pinceladas en el intento, condenado al fracaso, de pretender describir su personalísimo dominio del arte interpretativo. No quiero hacerlo. Prefiero, por el contrario, resaltar una faceta de «El Brujo» que siempre me ha cautivado y que, desde mi juicio totalmente personal, habría constituido motivo más que suficiente para que las deidades olímpicas le hubieran concedido la inmortalidad. Hace ya tiempo que llegué a la conclusión de que «El Brujo» es, sin ningún género de dudas, lo más parecido a Aristófanes que puede encontrarse en los escenarios no sólo de España sino de toda Europa. El ateniense Aristófanes se había nutrido de clásicos que eran contemporáneos suyos y, por supuesto, conocía de primera mano –¡de encontrárselos por las calles!– a personajes como Sócrates, Pericles o Alcibíades. Sin embargo, lejos de permitir que esas circunstancias lo encasillaran, Aristófanes quiso y supo inyectar en la Atenas del siglo de Pericles el humor más inteligente con la finalidad de diseccionar con agudo bisturí la crisis de la sociedad en que vivía. Los necios pueden considerarlo un autor menor, pero Aristófanes no fue menos profundo que Sófocles o Eurípides y, sin duda, el pueblo lo comprendió mejor. También «El Brujo» es un artista empapado de los clásicos. Del Lazarillo a Juan el evangelista pasando por Molière u Homero, su temple de actor se ha curtido con verdaderos pesos pesados de la literatura. Pero «el Brujo» va más allá de la interpretación convencional. El que acuda a contemplar «La Odisea» en los teatros del Canal durante estos días, por supuesto, se encontrará con Ulises y el cíclope, con Telémaco y la guerra de Troya, con Poseidón y Zeus. Sin embargo, en esa versión magnífica, el espectador encontrará muchísimo más. Escuchará, por ejemplo, observaciones extraordinarias sobre la diké y la hybris, Atenea e Ítaca, la guerra y la paz y hasta verá con mirada nueva a Bárcenas y a ZP, la Transición y la OTAN, la corrupción y la democracia, Angela Merkel y Montoro. Si es lo suficientemente avispado, hasta comprenderá que de aquellos griegos a nosotros no hay tanta distancia. Así, «El Brujo» demuestra que se puede reflexionar y reír a mandíbula batiente, pensar y emocionarse, comprender y divertirse. Lo dicho. Como Aristófanes.