Francisco Nieva

El muro de Berlín

Yo hube de traspasar innumerables veces el telón de acero, porque, eventualmente, trabajaba para la Ópera Cómica, en el Berlín Este, y tenía papeles en regla para gozar de aquella franquicia.

Estaba lleno de vida, de audacia juvenil y de pasión por el teatro. Y era un gran honor para mí trabajar en una entidad tan prestigiosa, dirigida por el gran director vienés Walter Felsenstein. Teatro que visitaban de incógnito muchos directores del mundo libre, como Jean Villar o Jean Louis Barrault, por la originalidad de sus montajes, que ya habían conquistado París en el Theatre des Nations.

En un viaje de estudios, por concesión de un beca March, pude mostrar a Felsenstein fotos y dibujos de mis realizaciones en Italia y España. Alabó mi trabajo y... nada más.

Como entonces yo residía en Venecia y frecuentaba a diario el teatro de La Fenice, unos buenos amigos de aquel famoso coliseo, me dijeron: «Felsenstein te está buscando por el mundo entero y ha llamado aquí porque quiere ofrecerte un trabajo en Berlín».

¡La consagración para mí! Me entrevisté con Manuel Fraga y le argüí que me habían ofrecido un trabajo en un país comunista y necesitaba un pase especial, y me lo concedió sin dificultades.

Las dificultades comenzaron nada más que llegar. Me encerraron en una salita de interrogatorios, con un foco muy potente sobre mí. Me sentí como un prisionero de guerra, como un espía o un malhechor. Mi corazón latía con fuerza, tenía que serenarme, declarar con sumisión y respeto. Al menor gesto de rebeldía o desprecio se me podía maltratar y encausar.

La Ópera me había reservado una habitación en el Hotel Unter den Linden. El cuarto era de una inverosímil pequeñez, pero con un ventanal que daba a la famosa avenida. Y era conmovedor, en una tarde de sol dominguero, caminar hacia el arco de Brandenburgo. Acotados palacios en ruina a un lado y a otro, que se desmoronaban solos. Y, de vez en cuando, se escuchaba caer fragmentos de la construcción. La avenida parecía desierta, pasaban pocos coches y escaseaban los viandantes. Era en extremo patético pasear por allí.

En el trabajo conocí a un chico cuyo humilde apartamento daba justo al foso que rodeaba la ciudad, y en el que morían muchos desertores del Berlín Oriental, lugar siniestro por demás. Y este recuerdo me remite a los emigrantes crucificados –como Cristo– en la valla de pinchos de Melilla, detenidos en su escarpadura por hirientes cuchillas defensivas, peor que el muro de Berlín, más dramático y sangriento, si cabe.

Nunca creí que Occidente llegara a este mismo punto de división, y que los dos extremos se tocasen tan de cerca, para mi mayor desolación y el problema moral que me suscita este parecido fatal: ¿es esto la civilización?