Tour de Francia
El ocaso
Nueve días de Tour y Froome entra en la segunda semana vestido de amarillo radiante con aparente dominio de la carrera. En el Monte del Gato (Mont du Chat) intentó Fabio Aru echarle un galgo y salió medio trasquilado. Alzó el keniano el brazo en señal de auxilio y el italiano se coló por debajo de su axila dispuesto a sacar partido de una avería mecánica. Jugó guarrete y la añagaza le delató; pero pisa el podio. Ese cajón que es más escurridizo que una anguila y del que Alberto Contador se ha despedido sin pena ni gloria, excusado por esas inoportunas caídas que le persiguen como una mala señal. Indurain no se caía nunca.
El palmarés de Alberto es el de un grandísimo campeón y su condición física, la de una figura en retirada. El final le persigue, le acosa la decadencia. En 2015 ganó el Giro y terminó cuarto en la Vuelta de 2016. Si a él se le acababa la batería en la novena jornada del Tour, a Quintana se le encendía la luz de la reserva. El español acusa los esfuerzos de un decenio de luchas sin cuartel contra diversas generaciones y la administración deportiva, y el colombiano, el desgaste del Giro.
Aquel solomillo de Irún que debió absorber todo el chute de clembuterol cuando la vaca aún pastaba, marcó al pinteño para los restos. No volvió a ser el mismo. Hoy los ataques son amagos; sus fuerzas, un anuncio y sus resultados, sólo una posibilidad entre mil. Un ciclista sin chispa es como un motor a punto de griparse, como un jardín sin flores; un quiero y no puedo, el recuerdo de un pasado que siempre fue mejor y la perspectiva de un futuro dibujado entre una niebla que impide ver el sol. Es el ocaso.
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