María José Navarro

El pez y la peza

Unos científicos japoneses (no podían ser otros, estaba claro) han echado un ratito en fotografiar el pensamiento de un pez. Dice esta gente de bata blanca y gafa gorda que lo importante es que se ha hecho visible lo invisible, es decir, que al pez le han puesto chicha a lo lejos, y esa criatura ha ido como loca. A mí no me miren que yo no he hecho el estudio. Sólo con ese correteo detrás del plato, aseguran los científicos japos que son capaces de analizar los circuitos cerebrales que se activan en cada acción y los comportamientos complejos. Yo es leer «pez» y «comportamientos complejos» en la misma línea y darme un vahído, pero son científicos, son japos, son bajitos y listísimos, y en algo y en alguien habrá que depositar la confianza, tal y como están las cosas. Las órdenes mentales observadas en el pez han sido las siguientes: percepción del cebo, convergencia ocular, y aproximación a la presa gracias al nado. En resumen, que somos de letras: atiza. Ojo. Voy. Las eminencias niponas confirman que esto que han descubierto tan importantísimo podría ayudar a descubrir fármacos psiquiátricos importantísimos. Y esto último nos abre una vía de esperanza a los aficionados atléticos, del Atlético de Madrid de toda la vida. Si un pez, si todos los peces (esa gente desconcertante que está en un no parar siempre, de acá para allá todo el día, que ni se quejan ni nada a pesar de vivir dentro de un cristal lleno de barquitos enanos, de adornos ridículos, de plantas de plástico, y comiendo polvo de colores), tienen actividad cerebral, es decir, piensan, podemos ya estar más tranquilos con Diego Costa.