José María Marco

El rescate del paraíso

Como todo el mundo sabe –y quien no lo sepa hará bien en leer esta columna–, en el 711 los españoles –que todavía no lo eran, aunque se figuraban serlo– estaban sometidos al régimen despótico de los visigodos. Tal era su deseo de emanciparse, que abrieron las puertas de la península a un gran pueblo de libertadores. Estos acabaron en pocos meses con aquella oligarquía corrupta y caciquil y establecieron en lo que a partir de entonces se llamó Al Ándalus, es decir, la España auténtica, las formas más refinadas de convivencia, política, técnica y artística, conocidas hasta entonces.

Durante algunos años, nuestros antepasados vivieron felices en aquel reino esplendoroso, donde los refinados cánticos del muecín hacían eco, desde lo alto de los minaretes, a los dulces aromas de los huertos bien regados, y las muchachas y los efebos se mostraban tan generosos con sus encantos, que todos –todos los varones, se entiende– podían satisfacer en ellos sus siempre legítimos deseos. Era previsible que en poco tiempo el latín, las instituciones romanas, la filosofía griega y sobre todo el cristianismo (también el judaísmo, dicho sea de paso) pasarían a la historia. Aquello era el modelo de la España liberada, a punto de caramelo como quien dice.

Por desgracia, unos cuantos salvajes hispanos que se negaban a ser civilizados de aquella manera se empeñaron en darle la vuelta a la situación. Aquí hay que hacer un inciso: en cualquier manual de historia marxista que se precie, estos hispanos serían considerados un ejemplo de voluntad emancipadora frente al invasor imperialista. No así en el caso español. Cierto que querían hablar el que consideraban su idioma, practicar su religión y vivir donde habían vivido sus mayores, pero ese idioma era el latín (lengua imperialista donde las haya), su religión era el catolicismo (Satanás se queda corto) y su tierra era España, algo detestable por encima de todas las cosas. Aquello acabó como acabó.

Por eso hoy en día, nuestros progresistas, siempre retrospectivos y nostálgicos, andan queriendo restaurar en Córdoba algo de aquella maravilla perdida, la España feliz que un día se emancipó del nacionalcatolicismo pero volvió a sucumbir a su garra represora. Nunca hay que dejar de soñar. Cuando en la mezquita se escuchen cinco veces al día los versículos del Capital –en la versión IU-PSOE, no en la de los muchachos de Podemos, que son algo visigóticos, por no decir nacional católicos– habremos vuelto al paraíso.