Francisco Nieva

El sabor letal del fracaso

Hace tiempo que se ha dejado de patear en el teatro, la mayor muestra de rechazo y abominación del producto. Ofensivo y humillante a más no poder, sentencia inapelable, la condena a muerte del supuesto talento de su autor; tortura y crucifixión moral del sujeto que yo mismo he padecido alguna vez. Aquel que lo sufre siente que una multitud está deseando su retiro al anonimato de los incapaces sin ningún talento, al limbo de los idiotas sin ningún futuro, y esta es la opinión general: –«Eres un estúpido engreído que te has creído un genio y solo eres un desgraciado sin un adarme de cerebro. ¡Maldita sea la hora en que tu madre te trajo al mundo!». En el mortal fragor de un fracaso mío, yo he escuchado proferir a un espectador: –«¡Muera Nieva!». ¿Quién no se siente profundamente herido por una frase como esta?

El ominoso pateo se fue suprimido por respeto y piedad hacia los trabajadores del teatro. Se consideró que «el pateo escandaloso» desprestigiaba al mismo público, y lo investía de torturador y verdugo. Bastaba con un cortés silencio para manifestar su rechazo.

Como quiera que sea, el fracaso puede matar, y quienes nos dedicamos al Arte debemos defendernos psíquicamente, endurecernos, volvernos impasibles y cuidar y reservar la auto-estima, seguir practicando y alimentando nuestro sueño, nuestro fundamental proyecto de vida. El sonoro fracaso de «Carmen» mató literalmente a Georges Bizet. No podía ser más injusto. «Carmen» es una ópera modélica, original y apasionante, que hoy forma parte del repertorio universal y es un mito en su género. No se explica la insensibilidad del público que le cupo en suerte. Fallecido Bizet «del disgusto», a las subsiguientes representaciones se reveló como fundamental y admirable obra maestra, de una imponderable eficacia ante todo tipo de públicos, y es un orgullo para España, un homenaje a su identidad en usos, costumbres, bailes y canciones, a su aguerrida y animosa existencia. La poética leyenda de España luce y se despliega con fastuosidad espectacular en «Carmen», la obra maestra que mató a su creador y fue su gloria tras la muerte.

Contando primero con la famosa batalla de «Hernani», de Víctor Hugo, en la historia del teatro y de la música sinfónica nada hay de comparable al pateo de La consagración de la primavera. Noche funesta, en la que el público dio muestras de su airada condición asesina y puso en peligro de muerte al joven y genial compositor. Al parecer, todos los enemigos de la música nueva se dieron cita esa noche para el linchamiento moral del autor. Desmesurado escándalo, que pedía su cabeza con llamadas a la policía y a los bomberos, temiendo por la integridad del local.

Del shock traumático que padeció el joven Stravinsky le libró la amorosa asistencia de Maurice Ravel, que luchó denodadamente por arrancar a su amigo del agujero negro que lo tragaba. Lucha y victoria del amor contra la muerte, de Eros versus Tánatos. Y de los cuales dos se ha sabido recientemente que tuvieron una relación homosexual, como era lo corriente entre las huestes de Diaghilev, aristócrata y empresario, gran difusor de la pintura rusa de aquel momento y afortunado creador de los Ballets Rusos, que revolucionaron el mundo de las artes y fueron la gala de París, capital intelectual de Europa y foco difusor de las vanguardias.

Me parece bella y conmovedora la lucha de Ravel por salvar y devolver a su amante-amigo a la vida consciente y al orgullo de ser un creador eminente. Conmovedora y bella como la mítica relación de Orestes y Pílades, de Aquiles y Patroclo. ¡Cuánto celebro yo esa unión amorosa entre mis dos compositores preferidos, dos mundos líricos originales, únicos y de resonancia universal. Y que además confirma la condición homófila de no pocos genios artísticos, irrenunciables y omnipresentes.

Yo mismo asistí al injusto pateo, en la Biennale di Venezia, de «Rocco y sus hermanos», la mejor película de Luchino Visconti. Los dos entramos a la vez en la sala del Palazzo del Cinema, en el momento en que el sañudo y abominable pateo alcanzaba su ápice. Visconti, aterrado, corrió a refugiarse en su hotel, y Alain Delon –su apuesto y genial intérprete– le siguió inmensamente dolido y preocupado. Y escuché decir a mi lado: –«Allá va ése, dispuesto a consolar al conde, su chulo, dándole cariñosamente por saco». En su entorno, risas estentóreas premiaron tan feliz ocurrencia. Así es de cruel y deshonrosa la fiera que llamamos público.