Alfonso Ussía

El Tenorio

El feminismo, en su versión más infantil y simple, brama por la costumbre de representar el Tenorio de Zorrilla cuando nos alcanza el mes de noviembre. Quiere prohibirlo, a estas alturas. Los argumentos de siempre. Machismo español, maltrato de la mujer, grosería del hombre imperante y demás vainas que demuestran que ninguna se ha leído el Tenorio ni lo ha visto representado. Porque en el Tenorio de Zorrilla, aún más que en la tragedia que lo inspiró, «El Burlador de Sevilla» de Tirso de Molina, los hombres dan muy poco de si, y es cierto que tampoco las mujeres vuelan alto. Se trata de una simpleza eficaz y entretenida, muy al estilo de Zorrilla, que juega con otra simpleza, la del entretenimiento del público, que no se detiene a analizar la intención del autor, entre otras cosas, porque no está obligado a ello.

No coincido con Gregorio Marañón, que le dedicó un estudio cuya conclusión rompió los esquemas del Don Juan. Que el Tenorio perdía aceite por todas partes y tiraba más a la pluma que al pelo. Creo que no. Don Juan Tenorio era un embaucador facilón, un picaflor, un coleccionista de mujeres dispuestas a ser seducidas. Las dos grandes conquistas que caen en sus manos durante el drama en versos de Zorrilla, lo hacen gracias a las habilidades de otros, no a los encantos de Don Juan. Para humillar a su contrincante, Don Luis Mejía, y poseer a la novia de éste, doña Ana de Pantoja, se sirve de su criado italiano Ciutti, que es también su Cyrano. Ciutti convence, después de seducir a la criada de la Pantoja –qué casualidad–, a la propia Doña Ana, y cuando Don Juan llega, la todavía señorita Pantoja está más caliente que una croqueta recién salida del horno. Y a Doña Inés, la hija del Comendador, que es tonta y muy frágil ante los octosílabos, no la conquista Don Juan, sino Brígida, la Dueña, que le lee la carta amante del señorito trianero con la vieja cadencia y sabiduría de las celestinas. Al término de la lectura, doña Inés, la virginal doña Inés, «luz de donde el sol la toma/ hermosísima paloma/ privada de libertad», está muy burra, y se entrega a Don Juan sin ningún tipo de reservas. Pero ha sido Brígida la mamporrera, y el convento arde de pasión. En el fondo, la culpa la tiene el Comendador, que encomienda –nunca mejor escrito–, la pureza de su hija a unas monjitas, que a su vez confían en una dueña que ha sido más puta que las gallinas y se conoce los trucos y las voces de la seducción. Don Juan, en el fondo, no hace nada. Simplemente, como con doña Ana de Pantoja, se la tira cuando todo está hablado y convenido por la habilidad italiana de Ciutti y la maestría de doña Brígida. El fracaso es imposible. Y don Luis Mejía es patético. Se enfada. Sufre los cuernos y exige explicaciones antes de ser asesinado, cuando un seductor de verdad no se comporta jamás con tanta elementalidad. Se lo advierte Don Juan a Don Luis en su encuentro en la Hostería del Laurel. «De la princesa Real/ a la hija de un pescador/ ha recorrido mi amor/ toda la escala social». Pero se olvida de mencionar a Ciutti, que es el peligroso.

No deben enfadarse las feministas con Don Juan Tenorio, que es un mero despropósito de vanidades dominado por las mujeres. Don Juan no es atractivo en la charlita, y se entrega a la simpatía de Ciutti. Y Don Juan seduce a la más difícil gracias a una mujer, Brígida. Sin ella, Doña Inés se hubiera ido de rositas y Don Juan de copas con sus amigos para nublar con el alcohol su paso en falso. Y ante todo, el «Don Juan» de Zorrilla es la pieza teatral más representada del Teatro español, y el público gusta de pagar la localidad para verla de nuevo, y sólo pueden tomársela en serio las feministas más tontas y más incultas, que acostumbran a ser las mismas.