Alfonso Ussía
En tan poco lugar
¿Cómo es posible tanta belleza en tan poco lugar?, se preguntaba José Antonio Muñoz Rojas en un capítulo de su insuperable «Cosas del Campo». Algo parecido me he preguntado en mi último paso por Ruiloba. Ya han estallado de hojas nuevas el roble, el liquidámbar, el castaño, y algo tardío, se verdea el haya. Las hortensias fuertes y decididas, sin flores todavía. Los lauros, los magnolios y los acebos. Los arces, espesos y vivos. Y las visitas. Las constantes visitas que van y vienen dibujando los caminos libres del aire. Jilgueros, verderones, petirrojos, herrerillos, reyezuelos, ruiseñores y lavanderas. Muy de mañana, los zorzales o malvises esperando el primer corte de hierba de los prados. A lo lejos, en el testero de la pequeña montaña, a última hora de la tarde, tímidos y siempre alerta, una pareja de corzos. Una buena parte de esa montaña está colonizada por eucaliptos, pero también por robles, castaños, nogales y lauros. Se dice por aquí, que las coronas de laurel que se ceñían a los héroes de Roma, venían de este brevísimo valle que sabe a menta, a heno y cidras. Campanas de la Iglesia, en el Barrio por definición, capital de Ruiloba. El Ayuntamiento en la plaza, en la plaza, la bolera y «El Ocho» de José Antonio, Juli y Mari Carmen, sede del Parlamento popular tolano. El mirlo de pico amarillo que se posa y anda. Y de cuando en cuando, el jabalí que aprovecha la noche para hocicar los prados y los jardines, que aquí se dicen huertas.
A dos kilómetros desde Ruilobuca, superando Pando con su monasterio de madres carmelitas y Concha, está Liandres, y bajo su cuerda que alcanza la cima en El Remedio, la mar. Ayer, enloquecida. Por el Puente Portillo, que hace frontera entre Ruiloba y Comillas, las olas rompían salvajes del nortazo loco, y las séptimas de cada serie superaban la casa de los Montalvo, con su vocación de rompeolas. Águilas ratoneras, milanos y alcotanes volando por los azules entre nubes que hoy se mueven a las órdenes del noroeste, el viento que trae el agua, y al que aquí se le dice el Gallego, con evidente displicencia. También en Asturias culpan al Gallego de las borrascas, dejando a Galicia sin referente occidental para localizar la protesta meteorológica. En Vizcaya, al noroeste le dicen el Santanderino, y en Guipúzcoa, el Vizcaíno. Esa manía de los españoles de responsabilizar de las molestias al vecino inmediato.
Pero hay que volver al pequeño prado, al jardín que hoy me despide. Aquel avellano renacuajo de años atrás se ha convertido en un arbusto alto con vocación de árbol. Tiene varas para cien bastones, o al menos, así lo tengo para mí. Un haya roja rompe la monotonía verde de mi diminuto paisaje. Pienso en Madrid y en sus ruidos, sus semáforos y las prisas de sus gentes, y me obliga a meditar. ¿Qué se me ha perdido allí, aunque sea mi cuna? Los españoles no somos valientes como esos ingleses, que llegados al otoño, rompen sus lazos con lo suyo y se instalan bajo el sol o en sus campos, acompañados de su perro. Nosotros, los urbanitas, parecemos masoquistas necesitados de sufrimientos y agobios. Y dejamos lo imprescindible. La soledad, el prado, la casa que visitan los pájaros y el sonido del mar cuando todo es silencio.
En una esquina, un gran abedul. De abedul se tornean los bolos, y de encina las bolas de nuestro deporte, que son bolas que vuelan a la mano o al pulgar para, superado el fleje, derribar los palos que han cantado Gerardo Diego, Amós de Escalante, José Hierro y los poetas populares de La Montaña. Todo a la vista, lo más a tres pasos, sin prisas ni urgencias. Porque mi prado es pequeño, pero el paisaje grandioso, y todo lo que se ve, al menos desde la mirada, es propiedad de quien lo disfruta.
Mañana la vuelta. Sinceramente, una mala ocurrencia. Con lo bien que se vive con tanta belleza reunida en tan poco lugar.
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Pasividad ante la tragedia