Alfredo Semprún
Esa mafia italiana, adherida hasta el tuétano
La Italia moderna, la del Resurgimiento, no nació, precisamente, de un parto sin complicaciones, pero ahí está, consolidada como una de las naciones más ricas del mundo. A los piamonteses, los del norte, con ese aspecto tan «europeo», no les parecía una buena idea unirse a los del sur, esos «terronis» morenos, contaminados durante siglos por los españoles, beatos y con tendencia a la anarquía. Pero se dio el caso de que, en el laborioso proceso de la guerra de independencia contra el Imperio Austrohúngaro, hubo que apelar a la ayuda de Francia. Napoleón III, siempre generoso, envió a sus ejércitos para desequilibrar la situación. A cambio, el naciente Estado tuvo que cederle las regiones de Niza y Saboya. Entre los patriotas italianos figuraba un tal Garibaldi que había nacido en Niza y no estaba dispuesto a convertirse en gabacho, lo que indica un cierto buen gusto, y comenzó a conspirar. Así que los nuevos capitostes decidieron que la mejor forma de neutralizar su entusiasmo era enviarle al sur, a Sicilia, con un ejército de mil hombres, con la intención de que le descalabraran los napolitanos. Pero, contra todo pronóstico, Garibaldi conquistó Sicilia, cruzó el estrecho de Mesina, tomó Napoles y embarcó al norte en una guerra de unificación contra los Borbones que resultaría victoriosa y que, de paso, acabaría por integrar los Estados pontificios. Luego, es sabido, los napolitanos siguiendo su inveterada costumbre, organizaron un levantamiento popular, «briganti», cuya represión causó más muertos que la guerra que acababa de terminar. Con la paz, una de las primeras medidas del nuevo Estado fue impulsar una línea de ferrocarril que uniera físicamente el norte y el sur. Había una oferta de un grupo de industriales alemanes que dejaba el coste de kilómetro de vía tendido en unas 100 liras; y otra oferta, ésta de un grupo italiano, que costaba el doble. Sin embargo, se aceptó la más cara con el argumento de que la nueva Italia debía fomentar la industria nacional, como elemento de progreso y cohesión. Naturalmente, los adjudicatarios subcontrataron la línea a los tedescos y se quedaron con la diferencia. Italia entraba así en la modernidad.
Disculpen el largo preámbulo, pero es que el viernes, las autoridades han dado cuenta de la enésima operación antimafia, con más de cincuenta detenidos. El objetivo era liberar la ciudad de Ostia, el viejo puerto romano, de una red de extorsión de la «Cosa Nostra» que llevaba ¡tres décadas! ejerciendo. Comercios, hoteles, restaurantes, adjudicatarios de viviendas de protección oficial... todos pagaban su cuota de protección que, con las drogas y la prostitución, constituyen el grueso de los ingresos mafiosos. Más al sur, en Calabria, cayeron otros tantos miembros de la Ndrangheta, que habían abierto una nueva línea de negocio: la simulación de accidentes de tráfico para estafar a los seguros. Médicos, policías, peritos, abogados, propietarios de talleres, políticos y empleados de las aseguradoras se forraban mientras contribuían a incrementar las estadísticas de accidentes. Han ganado millones de euros. Y, así, uno se explica cómo Italia, uno de los países más ricos de la tierra, no consigue desembarazarse de una delincuencia vieja y previsible, pero adherida hasta el tuétano de la nación.
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