Luis Suárez

España debe mucho a Cataluña

Escribo este artículo precisamente el 9-N antes de que se conozca el efecto final de esa iniciativa en torno a la soberanía. Y lo hago desde mi condición de correspondiente de la Academia de Buenas Letras de Barcelona para lo que fui propuesto por Jaime Vicens Vives y Ferran Soldevila, personas hacia las que sentía y siento profunda admiración, personal y científica. Por cierto es preciso no olvidar que la mencionada Academia fue creada por Felipe V como una parte de la tarea de restauración de la catalanidad, dañada inevitablemente por una guerra civil larga. Y lo hago desde mi admiración y afecto a Cataluña; no puedo perdonar que ahora se pretenda convertirme en un extranjero. Cuando el Islam derrumbó a la Monarquía hispánica, sólo en dos puntos extremos, los valles de Asturias y las quebradas pirenaicas de Cataluña, pudieron consolidarse núcleos de resistencia que no aspiraban únicamente a sobrevivir sino que pretendían operar como restauradores de aquella Hispania perdida. Ambos se instalaron en Europa que estaba siendo construida por Carlomagno y significativamente a la actual Cataluña se daba oficialmente el título de Marca Hispánica. Vinieron siglos duros, pero eficientes: el Islam conocería su debilidad frente a los «europenses» y tendría que apoyarse en Africa. Este fue el intento de Almanzor, militar autoritario. Cuando murió el año 1002, y como una reacción contra su poder personal, se produjo la división, exactamente como ahora nos amenaza, y los núcleos cristianos del norte tuvieron la oportunidad de extender sus fronteras. Pero más allá de los éxitos militares, Cataluña, ahora separada de Francia, hizo la aportación más decisiva. Oliva, abad de Ripoll, desde donde se había hecho a Europa el regalo de las cifras con el número cero, pariente de los condes de Barcelona y de los otros reyes, aportó tres ideas fundamentales: con las divisiones políticas que aseguraban mejor la guerra, España constituía una nación, unitaria; era el saber contenido en las bibliotecas el mejor camino; y el nuevo orden político debía asentarse sobre las Asambleas que se titulaban a sí mismas custodias de la paz. Oliva logra así despertar la conciencia de que todos los dominios cristianos forman en realidad una Marca Hispánica. Y tres siglos mas tarde el rey Pedro IV dictaría a su cronista estas palabras que hoy no deberíamos olvidar: «Cataluña es la mejor tierra de España». No un pequeño rincón que busca el aislamiento sino el núcleo esencial llamado a crear el nuevo sistema de libertades y vigor. Pero Cataluña no podía permanecer sola frente a un enemigo. Se incorporó al reino de Aragón reconociendo la legitimidad dinástica de sus titulares. Cuando, gracias a esta iniciativa, pudieron recobrarse Valencia y las Baleares surgió la necesidad de establecer un adecuado marco político que hiciera posible la convivencia en la pluralidad. Y así surgió el Ordenamiento de Casa y Corte de 1344 promulgado por aquel mismo Pedro IV. Aquí se establecía una división de la soberanía en dos niveles: el alto, único, que correspondía a la Corona y el bajo, administrativo eficiente, garantizando la administración de cada comarca. Una novedad que permitía a España adelantarse en el régimen de libertades, en plural. Tres curiosos detalles: En 1388, cuando Juan I trata de ordenar políticamente sus reinos pide a su suegro que le envié una copia del Ordenamiento, que sirve de base constitucional en la que mucho antes de Montesquieu, se reconoce la existencia de los tres poderes separados, judicial, legislativo y ejecutivo que conforman el Estado moderno; cuando, en 1468 la Generalidad rechaza a su rey Juan II, se dirige a Enrique IV pidiéndole que asuma la corona ya que en él se encuentra la legitimidad; y los Reyes Católicos, cuyo contrato matrimonial se había firmado en Cataluña, proyectan el establecimiento de la gran Monarquía hispánica, lo que hacen es incorporar Castilla al conjunto de la Corona de Aragón. En Cataluña se mostraba mayor afecto a Isabel que a Fernando. En consecuencia es la Corona del Casal de Aragó, invento catalán, la que sirve de fundamento a la unidad de esa nación española que en 1412 es reconocida como una de las cinco que forman Europa. Extendiéndose por el Mediterráneo occidental que convirtió en una especie de mar Interior, Cataluña recibía los beneficios del resto de la Península que le permitirían superar la gran depresión; y al mismo tiempo insertaba a España en el comercio mediterráneo, llevaba la prosperidad a todas las zonas. Naturalmente los catalanes consideraban que la conservación de esta forma de Estado era esencial para ellos. De ahí que se opusiesen a cualquier modificación. Es curioso que cuando Felipe IV iba camino de Barcelona a la hora de cerrarse la guerra de los Treinta Años, una monja de Agreda, sor Maria Jesús, con quien mantenía estrecha correspondencia, le recomendara no cambiar la estructura política. Y el rey atendió la sugerencia. El problema que en 1703 se planteaba era precisamente este: el modelo constitucional de la Monarquía. Felipe V y sus consejeros le comendaban la unitariedad. Los catalanes y sus socios de la Corona de Aragón buscaron en Carlos de Habsburgo el conservadurismo. Y perdieron la guerra. Pero el conseller Casanova no luchaba por una separación sino, al contrario, por la verdadera forma de unidad. Y las compensaciones ofrecidas por Felipe V tras la victoria compensaron las cosas. En los siglos XVIII al XX Cataluña se convierte en directora de la economía y de buena parte de la cultura españolas. Conviene recordar que en la guerra de 1936 la Lliga, con Cambó, estuvo al lado de los militares prestando servicios esenciales. Aquí está el problema: si destruimos el Casal de Aragó y en su lugar instalamos un Estado menudo no sólo estamos dañando a España, que tanto debe a los catalanes, sino también a éstos porque les arrebatamos una especie de dirección que verdaderamente les corresponde. La página abierta el 9-N es, lógicamente, motivo de seria preocupación para quienes, desde fuera, amamos profundamente a Cataluña y, pase lo que pase, nunca olvidaremos la gratitud que le debemos.