Enrique López
Fin del sueño europeo
John Gray, filósofo y politólogo inglés, decía en una entrevista el 2 de diciembre de 2011 que San Agustín, Buda o Maimónides asumían la maldad humana, y ahora la negamos, y por ello proponía recuperar un punto de vista más equilibrado y cambiar nuestra visión del mundo. Pero lo más significativo de la misma es que tenía como objeto principal el futuro de Europa, considerando que el sueño europeo había terminado. Adelantaba que algunos países abandonarían la Unión, y planteaba que esta deserción fuera ordenada para no desestabilizar la zona. El primero en irse fue su propio país, algo que se barruntaba ya en aquella época. No podemos olvidar que, amén de las primeras uniones económicas, fue el sueño de una Europa unificada inspirada por los temores a otra guerra europea, lo que fraguó los primeros pasos de la CEE, y que fue más tarde cuando surgió una esperanza idealista de que los Estados-nación eran algo superado y cederían el paso a unos europeos ejemplares, algo que no se ha producido y que no se vislumbra en un futuro cercano. A esto se le ha añadido lo que ya abiertamente los defensores del euro admiten, y es que la idea de una moneda única era buena, pero su ejecución fue defectuosa. Según estos últimos, permitió a los países más débiles endeudarse demasiado. Pero, al final, la crisis es más simple y enlaza con la naturaleza humana más proclive al egoísmo que a la solidaridad. Cuando los estados tienen su propia moneda, los ciudadanos aceptan de mejor grado que parte de los recursos que se obtienen con sus impuestos vayan destinados a las regiones más débiles, como expresión de una solidaridad nacional, y así consideran que redistribuyendo la riqueza se genera una mayor unión, estando dispuestos a sacrificar sus propios intereses por el bien colectivo. Aun así, en algunos estados como el caso de España o Italia, se generan críticas ante esta redistribución; por ejemplo, desde Cataluña hacia Andalucía o Extremadura, y en Italia, entre el norte y el sur. El caso catalán se agrava, de tal suerte que muchos representantes públicos, al amparo de su pretendida nación, cuestionan este grado de solidaridad bajo la gran mentira de «España nos roba». Este sentimiento egoísta se acrecienta cuando la solidaridad se establece entre los estados de la Unión Europea, surgiendo las críticas respecto a las políticas fiscales y de gasto de cada uno de los estados. Por si fuera poco, cuando se ponen en común las políticas de control de inversiones y movimiento de capital que se producen en cada uno de los estados, observamos que Londres es un mercado con una transparencia mínima que genera una suerte de seudo-paraíso fiscal, que Holanda sostiene sus pequeños paraísos fiscales, o que Luxemburgo ha venido operando al borde las leyes. A pesar de todo lo dicho, en Europa se ha creado un espacio de libertad y justicia jamás alcanzado en la historia del mundo por el que vale la pena seguir luchando, pero, eso sí, con pragmatismo y realismo. Como podría haber dicho Jean Monnet, Europa es una búsqueda de soluciones a una crisis permanente.
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