José Luis Alvite
Flores robadas
Hay tipos que resultan seductores sin necesidad siquiera de pretenderlo, incluso a su pesar. Lo son por su aspecto físico inmejorable, por su elegancia natural o, simplemente, por lo bien que les sientan los pantalones blancos. Hay un tipo de hombre seductor que no lo es por sí mismo, sino por lo que se dice de él. Es difícil competir con el fulano al que preceden rumores sobre su mala vida, los asuntos turbios en los que se supone que anda metido o los dos inidividuos a los que se dice que mató por un lío oscuro del que nadie sabe nada con exactitud. A veces la seducción viene acompañada del recelo, incluso precedida del miedo. Conozco a unos cuantos tipos que seducen por la misma razón que tendrían que ser repulsivos, como era el caso de aquel matón de club nocturno al que las chicas del local adoraban porque, como me reconoció una de ellas, «donde menos peligro corre una mujer es entre los brazos del hombre al que teme». Del hombre bueno y de fiar se hace alabanzas y se pregona sus virtudes, pero al final quien resulta seductor es el canalla, el tipo que adapta a sus conveniencias sus principios, el mismo que sabe cómo golpear con los nudillos en la puerta del garito que sólo se abre a deshora para los individuos como él, un tipo ambiguo y reservado que sabe que de un hombre del que se dicen cosas buenas y cosas malas, es contraproducente que sean ciertas las buenas. Personalmente reconozco que me iban muy bien las cosas cuando la gente murmuraba a mis espaldas y se me suponía un hombre rudo, amoral, incluso peligroso. Llevaba una vida disipada, es cierto, y era un tipo irresponsable e insomne, poco de fiar, pero perdí gancho cuando se supo que era incapaz de regalarle flores a una mujer después de haberlas robado en la tumba de su padre.
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