Alfonso Ussía

Foxá

La Razón
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También se habla de borrar la calle de Agustín de Foxá, conde de Foxá y marqués de Armendáriz. El ingenio andante, el lujo de la Carrera diplomática. «No le perdono a los comunistas que por su culpa me haya tenido que hacer falangista». El segundo tramo del «Cara al Sol» es suyo.

«Madrid de Corte a Checa», su novela portentosa de la caída de Alfonso XIII, el fracaso de la Segunda República y el principio de la Guerra Civil. Una prosa única, rica, preciosista. «Cui-Ping-Sin», su obra de teatro en verso sobre el alma insondable de China. El cornudo conde Ciano se lo dijo en la embajada de España en Roma cuando le vio beber un whisky detrás de otro: –Foxá. A usted le va a matar el alcohol–; –Y a Su Excelencia, Marcial Lalanda–. El falangismo de Foxá fue un disfraz. Foxá era un monárquico convencido, y en su poemario son muchos los versos que dedica a las personas y la Institución. Nostalgias de niño. Paseos por el Retiro, y el coche de la Reina con sus ruedas doradas de hojas secas. El Romance al Rey Muerto, Alfonso XIII, en una habitación del Gran Hotel de Roma. «Por las calles de Madrid/ no llevan al Rey de España». Sus prodigiosas crónicas del otro lado del mar, retrato de la América nuestra de aquellos años en los que ya no era nuestra pero tan suya Foxá la sentía. Así que Antonio Díaz Cañabate, también crítico de Teatro, puso a parir una comedia que escribió con José Vicente Puente, «Gente que pasa». Y a los dos días de la bofetada impresa, Cañabate acudió a un homenaje a Foxá.

«A ese escritor botarate/ que en todas partes se mete/ no decidle Cañabate./ Basta con un ¡Coño, vete!». Cena con Martín-Artajo, ministro de Exteriores y otros diplomáticos en un reservado. Alberto Martín-Artajo, fervoroso creyente y devoto, abandonó la cena a las 11 en punto. «No os preocupéis, a estas horas el ministro se va de curas». Su terrorífico soneto, siempre con métrica caprichosa, a Celia Gámez. Algo le negó Celia a Foxá, que éste no le perdonó. Se arriesgó, por cuanto el padrino de boda y el hombre que amparaba a Celia en España era el general Millán Astray, el heroico fundador de la Legión. Los tercetos del soneto, demoledores, y aprovechando que el Manzanares pasa por Madrid le arrea a Juan Belmonte, al maestro Moraleda y a la Guardia Mora del Generalísimo: «Los prognatas toreros que complicas/ por ti se tornan en babosos toros./ Vas al teatro con señoras ricas/,/ y estrenas obras con terribles coros/ escritas para ti por los maricas/ que sueñan con los culos de los moros».

Al gran actor Juan Espantaleón se le rinde un culto homenaje en el Hotel Menfis de Madrid, vecino al Cine Coliseum y la Plaza de España, principio o final de la Gran Vía. Espantaleón padece una enfermedad curiosa. Necesita beber más de seis litros de agua cada día. De tal forma, que se ve obligado a interrumpir sus palabras de agradecimiento por el homenaje para acudir urgido al cuarto de baño. Foxá resume la situación: «Meando no es manco./ Tiene una minina/ con una turbina/ que de conocerla/ la inaugura Franco». Eran los tiempos de los pantanos del régimen, de los cuales, sesenta años más tarde seguimos bebiendo los españoles.

Agustín de Foxá toco todas las teclas de la Literatura, y brillantemente. Fue un diplomático cumplidor, un lujo para sus compañeros. Enamoró a las mujeres con su palabra, que eclipsaba a su nada agraciada figura. Escribió, probablemente, la mejor prosa de aquella generación irrepetible. «¿Por qué eres de derechas, Agustín?», le preguntó en Buenos Aires Rafael Alberti. «¡Qué pregunta, Rafael! Soy conde, soy gordo, soy diplomático, tengo algo de dinero, me gusta beber y me encanta comer, ¿qué coños quieres que sea?».

Vestía con desgana. Camisas sin ballenas, la corbata ladeada y algo caído el nudo. Detrás de su formidable ironía y cinismo, vivía una sensibilidad poética insobornable. Le angustiaba y aburría la muerte inevitable. «Las almas no tienen título y yo estoy demasiado acostumbrado a ser el conde de Foxá». Sus raíces eran catalanas, pero Foxá representaba el alto ingenio de Madrid, que compartía con sus hermanos Jaime e Ignacio. Esa tristeza de la muerte le llevó a escribir en los sótanos del Café Lyon el poema más estremecedor y prodigioso de la muerte anunciada, su Melancolía del Desaparecer. «Y pensar que después que yo me muera/ aún surgirán mañanas luminosas,/ que bajo un cielo azul, la primavera/ indiferente a mi mansión postrera,/ encarnará en la seda de las rosas./ Y pensar que desnuda, azul, lasciva/ sobre mis huesos danzará la vida,/ y que habrá nuevos cielos de escarlata,/ bañados por la luz del sol poniente,/ y noches llenas de esa luz de plata/ que inundaba mi vieja serenata/ cuando aún cantaba Dios bajo mi frente./ Y pensar que no puedo, en mi egoísmo,/ llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja./ Que he de marchar yo sólo hacia el abismo./ Y que la luna brillará lo mismo/ y ya no la veré desde mi caja».

Genio de España.