Ángela Vallvey
Franquicia
La franquicia es un eficaz invento mercantil consistente en conceder derechos de explotación sobre un producto o actividad determinada, con objeto de comercializarlo en distintos lugares. Allá donde existan franquiciador, franquiciante y franquiciado, con acuerdo de las partes en un contrato, se puede abrir una franquicia. La globalización ha encontrado en la franquicia un cauce eficaz para cualquier comercio, capaz de replicarlo y multiplicarlo hasta dar la impresión de que se trata de un emporio. Mientras algunos imperios textiles, por ejemplo, son dueños de todas las tiendas donde venden sus prendas a lo largo del mundo, haciendo bandera de su marca, hay otras firmas que consiguen presencia en multitud de lugares por el sencillo y mucho más barato y especulativo método de la franquicia. Si bien, la sensación de hegemonía que las franquicias pueden otorgar a una marca es, de alguna manera, ficticia. Se trata más de apariencia que de realidad contante y sonante. Pero el concepto de franquicia no se limita a los productos comerciales: en un mundo interconectado también funciona con las ideas. Sobre todo cuando son «malas» ideas, diríamos. Así ocurre, verbigracia, con fenómenos internacionalizados como el terrorismo islámico. La impresión que transmite la ubicuidad de sus franquicias terroristas es la de un poder inmenso puesto al servicio de unos mismos fines de muerte y destrucción, un ejército poderoso ejecutando unos planes definidos, una fuerza imparable, casi invencible, que ataca desde incontables flancos –franquicias– a lo largo y ancho del mundo. Dicen que el autodenominado Estado Islámico usa armas químicas en Siria, Irak, Yemen, Libia... Hace pocos días ha habido atentados en Somalia e Irak que han dejado decenas de muertos, pero ya estas noticias apenas destacan.
El mal, franquiciado, puede conmover y aterrar mucho más que el geolocalizado, pero su potencia real ni es mayor ni tiene más garantías de éxito. De hecho, al igual que sucede con las franquicias de productos materiales, las de mercancías ideológicas, a pesar de ser intangibles, también pueden padecer ruina, quebrar o terminar saciando, «hastiando»... Aunque sólo sea porque las almas manchadas –Dante diría «fatigadas»– que dirigen esa clase de «negocios» no pueden encontrar sosiego ni claridad de espíritu suficiente como para evitar la bancarrota el día menos pensado. Porque el mal es una puerta que cualquiera puede abrir, pero que no todo el mundo consigue cerrar después. Y un negocio que no cuenta con puertas seguras, tarde o temprano se va al diablo.
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