José María Marco

Frivolidades

Los resultados del último barómetro del CIS no son buenos para el Gobierno. Con un 32,1 % en intención, frente al 34% en octubre sería absurdo decir lo contrario. Ahora bien, estos resultados han de ser puestos en relación con las reformas emprendidas por el Gobierno. Han sido reformas profundas, y en muchos casos impopulares, destinadas a crear las condiciones de una estabilidad que aún no es visible. Desde esta perspectiva, los datos, sin ser buenos, no son del todo malos.

Corroboran algo que ha caracterizado al electorado español desde tiempos de la Transición. Es la apuesta por las organizaciones que le ofrecen seguridad. No se debería confundir con conservadurismo puro, porque la opinión pública española no ha tenido inconveniente alguno en apoyar opciones mucho más abiertas, innovadoras y reformistas que la opinión de otros países europeos. Se retrae en cambio en cuanto percibe que el partido que aspira a gobernar no será capaz de garantizar la estabilidad general. La opinión española no perdona la frivolidad.

Desde esta perspectiva, hay lecciones para el PSOE, y también para el PP. Este último debería poder superar –tal como parece que se le está pidiendo– los problemas de desajuste que tiene en comunidades autónomas importantes. Es lógico –y no es malo– que en un partido tan complejo como el PP haya un debate permanente sobre los grandes asuntos y los mejores candidatos. No lo es que ese debate perturbe la percepción de consistencia.

El PSOE, por su parte, lo tiene mucho peor y eso corrobora la fundamental sensatez de la opinión pública española. Los españoles no ven en el Partido Socialista un partido de oposición pura. Más bien le exigen que se comporte como un partido de Gobierno, responsable, capaz de propuestas viables (el federalismo no está entre ellas) y dispuesto a defender las bases de la convivencia, no a dinamitarlas. Por lo que se ve, queda mucho camino para dejar atrás la herencia del zapaterismo, que fue la encarnación misma de la frivolidad política, como nunca se había visto en la España contemporánea, al menos desde Azaña.

En cuanto a la tentación de utilizar el voto como protesta y respaldar a partidos minoritarios sin la menor posibilidad de gobernar, no parece que la opinión pública se muestre demasiado entusiasta con ella. Es comprensible, porque el espectáculo político que nos espera si las grandes opciones no alcanzan un respaldo suficiente será de tal grado de corrupción y mezquindad que llevará a echar de menos los tiempos actuales, que hoy parecen tan degradados.