Ángela Vallvey

Gastos

La historia de los gobernantes desacreditados por mal uso de los fondos estatales es larga y está llena de lecciones, económicas y morales. Fue paradigmático el caso de Pericles, quien estuvo a punto de perder la reputación de buen gobernante que le había costado toda una vida conseguir cuando fue acusado de despilfarro del tesoro público. Cierto que, más que probablemente, sus enemigos se la tenían jurada, pero también es verdad que la asamblea de la democracia ateniense, la «ekklesía», le pidió pruebas contables al estratega y éste, acorralado por las acusaciones, probablemente favoreció el comienzo de la guerra del Peloponeso, conflicto que evitó finalmente que él tuviese que rendir demasiadas explicaciones y dar a sus críticos escrupulosos datos de su gestión. Porque el problema no es la deuda de los Estados, sino que «la cuenta» la paga siempre el contribuyente. El poder es la facultad de administrar y decidir sobre las vidas de los ciudadanos junto con un presupuesto multimillonario (equivalente al Producto Interior Bruto de un país). Eso es lo que hacen los gobernantes de los Estados modernos y antiguos. Una buena gestión debería leerse en la bondad e inteligencia con que dispongan la «riqueza» de sus naciones. Si Pericles cometió excesos siendo como era, y continúa siendo, uno de los más probos gobernantes de Occidente, es imposible imaginar qué destemplanzas habrán realizado los que no llegan al talón de la sandalia del antiguo estrategos griego. Por eso resulta imprescindible que la rendición de cuentas de los gobernantes contemporáneos ante sus gobernados sea transparente. Los balances de los regentes del Tesoro Público inciden de una manera directa y nada sutil en las vidas de los ciudadanos, quienes de manera confiada les han otorgado el poder, de modo provisional, para que rijan con prudencia sus naciones, no su interminable servidumbre personal.