Cristina López Schlichting

Grandes Magos

Mi tía ha encargado a sus hijos cartas para los Reyes, cosa que no sería de extrañar si los chavales no hubiesen pasado los cuarenta. En esto de los Reyes, la liturgia es crucial, lo bello es que todo acontezca como la tradición prescribe. Por eso, por horrendas y comerciales que sean las cabalgatas, siempre triunfan. En casa, mi padre los defendió de los envites del Santa Claus alemán, y es cierto que la epístola a Sus Majestades, los zapatos relucientes, la comida para los camellos y las copas para los monarcas son un recorrido inaudito, que sólo tenemos los españoles. Lo de traer los regalos a los niños es cosa muy disputada en el mundo. En Italia lo hace una bruja buena; en el sur de Alemania, el Niño Dios; en el norte de Europa, Papá Noel. Pero es común la fecha, siempre el 24 de diciembre, sólo España se sale de la fila y elige la fiesta de Epifanía, como si lo importante no fuese regalar al Niño en el pesebre, sino que lo hagan los hombres del mundo entero. Se subraya la importancia universal de la noticia, como una generosidad primigenia de nuestra cultura. La historia de los tres Magos es, de hecho, un recorrido progresivamente liberal. El relato evangélico no precisa número, raza ni edad de los Reyes. Es la tradición del pueblo la que va nombrándoles –Melchor, Gaspar y Baltasar–, asignándoles raza y continente (asiático, europeo, africano, cuando aún no se conocían América ni Oceanía) y situándolos en las tres edades del hombre: juventud, madurez y ancianidad. Los Reyes son sinónimo de todos los hombres. Es una forma de comunismo muy anterior a Fourier y Marx, que prueba que ser hijos de Dios nos hace iguales. Los magos son gente que miraba al cielo y esperaba algo, gente que se asombraba de los cambios de las estrellas y no dudaba en ponerse en marcha. Personas valientes que cruzaron el mundo conocido en pos de su deseo y que se arrodillaron de emoción ante la belleza. Con la curiosa costumbre del próximo martes enseñamos a nuestros hijos a pedir humildemente, esperar respuesta, cuidar a los huéspedes, recibir con alegría. Y, si les explicamos un poco más, los animamos a ser curiosos, perceptivos, coherentes y valientes. La diferencia entre un hombre y un animal es la capacidad de desear el infinito, la búsqueda del plus ultra, la pregunta sobre el universo. Los Reyes encontraron a Jesús porque lo buscaron. Por eso no importa la edad de mis primos, al fin y al cabo, son hombres.