César Vidal
Hace veinte años
Hace veinte años, España estaba sumida en una grave crisis nacida de la asfixiante presión fiscal, del impacto de esa presión sobre la creación de empleo y de un gasto público descontrolado. A esas alturas, Felipe González tenía como único proyecto de futuro el de mantenerse indefinidamente en el poder, pero ese ansia no bastaba para ocultar los escándalos de corrupción del PSOE, las trágicas cifras de desempleo e incluso el crimen de Estado perpetrado por los GAL. Fue precisamente entonces cuando Felipe González perdió las elecciones frente a un José María Aznar que, inmediatamente, se vio obligado a solicitar un préstamo a las cajas de ahorro para abonar la paga a los pensionistas. Aznar restringió el gasto público de la mano del extraordinario profesor Barea y bajó los impuestos inmediatamente. Esas dos medidas –sencillas, pero eficaces– reactivaron el consumo y España salió de la angustiosa crisis derivada del gobierno del PSOE, cumplió todos los criterios para entrar en el euro –algo imposible en la época de González– y, sobre todo, comenzó a crear empleo. Como no sucedía desde treinta años atrás, España no sólo aumentó el crecimiento sino que además de cada cinco nuevos puestos de trabajo generados en la Unión Europea, cuatro lo fueron en territorio español. Ni la izquierda ni los nacionalistas lo reconocieron entonces ni lo reconocerán jamás, pero aquella fue para España una época dorada del empleo, del crecimiento y del peso internacional. Desde inicios del siglo XVII no habían ido las cosas mejor –tampoco fueron así muchas veces en los siglos anteriores– pero, desgraciadamente, ya no volverían a marchar así. A veinte años de distancia del inicio de aquel proceso, parece difícil discutir que el gran error de Aznar fue no reformar el sistema. Quizá pensó que no era necesario o, más probablemente, creyó que Mariano Rajoy, al que designó como sucesor, lo haría a partir de 2004 cuando, supuestamente, iba a ganar las elecciones. Sin embargo, entonces se produjeron los atentados del 11-M –esos atentados que ya nadie quiere recordar– y una población amedrentada llevó a ZP hasta la Moncloa. Encontrándome en Estados Unidos, comenté con un profesor universitario que España había estado a punto de alcanzar todo y se le había escapado por entre los dedos. El norteamericano me respondió entonces: «No. No fue así. Tuvieron ustedes todo en la palma de la mano y decidieron estrellarlo contra el suelo». Quizá tenía razón porque, veinte años después, no se divisa aquella esperanza de marzo de 1996.
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