Luis Alejandre

Humanidad doliente

Una alegórica escultura fundida en bronce, representando a un «fidelius» en pleno esfuerzo por romper las cadenas que en el curso de la historia habían sometido al ser humano de forma atroz los estragos que causaban las enfermedades epidémicas, se encuentra en la puerta de entrada del Lazareto del puerto de Mahón, como testigo del dolor y sufrimiento que albergaron aquellos muros donde contaminados, o simplemente sospechosos de ser portadores de enfermedades y pandemias, eran sometidos a una cáustica y cruel cuarentena. Su autor, el canario Manuel Ramos, la denominó «Humanidad doliente».

La geografía marca la historia de los pueblos, en este caso de los puertos, y el de Mahón, situado en el centro del Mediterráneo Occidental, equidistante de Marsella, Barcelona o Argel, fue dotado a lo largo de los siglos de importantes instalaciones hospitalarias, muy especialmente debido a su proximidad a las costas africanas, exportadoras de varios tipos de enfermedades contagiosas. No en balde al Lazareto actual le precedieron otros dos y, ya en 1711, dos años antes de la firma de los Tratados de Utrech, Inglaterra construía un Hospital Naval, testigo durante mas de tres siglos, del sufrimiento –también de la esperanza– de miles de heridos y enfermos.

No debe por tanto extrañar que por tercer año Menorca organice un encuentro de especialistas y afectados por «enfermedades raras» organizado por la Fundación de Discapacitados y la Consejería de Bienestar Social de su Consell Insular. «Sufrir una enfermedad rara es un calvario para pacientes y familias» aseveraba su entusiasta titular, Aurora Herraiz.

Setenta especialistas debatieron el tema durante tres jornadas contando con la presencia y testimonio de miembros de la Federación Española de Enfermedades Raras (Feder), cuya secretaria general, Fide Mirón (Ibi ,1974), cerró con un estremecedor testimonio el encuentro.

¡Tres millones de españoles sufren dolencias no comunes correspondientes a siete mil diferentes patologías! Estoy hablando de tres millones de compatriotas y de tres millones de familias que luchan por salir adelante, por combatir el dolor y el aislamiento, la falta de información, los recursos limitados o dispersos. Hablo de unos padres que no saben qué hacer ante la aparición de un mal, porque no hay protocolos. La Porfíria de Gunther que sufre Fide Mirón, sobrevenida en su infancia, afecta a siete personas en España y se conocen doscientos casos en todo el mundo. Deja en el enfermo unas progresivas huellas devastadoras, que sólo sobrellevan quienes la afrontan con enorme fuerza interior, como es su caso. «Luchamos, dice, para que no sufran el vacío y la tremenda soledad; damos la cara para salir adelante, para concienciar, para obtener financiación suficiente que permita investigar». De hecho los modernos trasplantes de médula abren una puerta a la esperanza y a día de hoy un niño de cuatro años resiste la enfermedad. «Cuando yo misma estoy mal y pienso que no hay salida, leo la carta que me envió el abuelo del niño...al menos se ha abierto un camino» dice Fide. Y de hecho un grupo de investigación bilbaíno –Bio Gune– estudia a fondo esta patología.

El lema elegido para este tercer encuentro ha sido el de «entre todos».

Entre todos, enfermos y sus familias, claman por desarrollar una red de centros de referencia especializados, que rompan las fronteras administrativas entre comunidades autónomas. Y no es sólo Feder la que lo pide. Son los especialistas en contacto con ellos. No dudo que las diferentes administraciones luchan por lo mismo. Pero hay que hacer más y en esto estamos involucrados todos. Porque al dolor clínico se une un más perverso dolor psicológico por el «desconocimiento y desconfianza que provoca todo aquello que no se puede ver y es desconocido», como aseveraba la Dra. Lacruz, del Hospital balear de Son Espases. Las secuelas sociales, el aislamiento, la sensación de rechazo social, de desamparo, la propia irritabilidad, hacen mella y amenazan la autoestima del paciente, que en el caso de niños afectan a su rendimiento escolar y a su propia integración en la sociedad. «El dolor psicológico es mayor que el dolor mismo de la enfermedad», señaló el Dr. Castillo, del Hospital Carlos III. Sólo por la comprensión, la empatía y la información, se alcanzan resultados. Quiero imaginar que las redes sociales han permitido a padres y especialistas obtener informaciones y experiencias no sólo nacionales sino también mundiales, que ayuden a romper esta sensación de aislamiento y falta de información.

Pero no es suficiente, en mi opinión. Necesitan el amparo claro y específico de las diferentes administraciones si queremos vivir en una sociedad justa y equitativa. No debe quedar el tema solamente para reflexionarlo durante unas jornadas, porque ellos y sus familias lo soportan las veinticuatro horas del día, todos los días del año. Son nuestra «humanidad doliente» y merecen que hagamos más, especialmente para que perciban nuestro apoyo. Para que nunca pierdan la irrefutable fuerza de la esperanza.