Alfonso Ussía

Indiscretos labios

La Razón
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Coincido plenamente con Ignacio Ruiz-Quintano en su apreciación parlamentaria. La frase de la presente legislatura la ha soltado Soraya S. de Santamaría a un faltón adversario socialista:

«Deje de insultarme, que le leo los labios». Esa sentencia no admite réplica, ni con turno ni sin él. Leer los labios de los demás es como dominar el lenguaje del silencio, la palabra escondida, la cobardía de quien carece de coraje para convertir el insulto en voz. Contundencia redonda.

Lo contaba Don Juan De Borbón divertido. Él y su malogrado hermano, el Infante Don Gonzalo, no asistían por razones de edad a las cenas de Palacio. Pero esperaban despiertos y esperanzados la llegada del Infante Don Jaime, sordomudo, gran dominador de las conversaciones a distancia. Irrumpía en el aposento de sus hermanos menores, y con una enorme generosidad en los gestos y trabucando a voz en grito las palabras les hacía partícipes de sus hallazgos. «¡Mañana por la tarde, la marquesa de la Pardeñuela y el conde de Masburgo van a echar un polvete en un hotel de la Cuesta de las Perdices!». Fueron tantas las citas y acuerdos que sorprendió a larga distancia leyendo labios lejanos que las mujeres retomaron la costumbre de hablar amparadas en los abanicos y los hombres se cubrían la boca con una mano, como hacen los tenistas en los partidos de dobles de la Copa Davis para planear la siguiente jugada y sorprender a los adversarios, que por otra parte, nunca se dejan sorprender. En otra ocasión, el informado fue su padre, el Rey Don Alfonso XIII. «¡Papá, cuidadito con el Embajador de Serbia, que le ha dicho al de Italia que las cenas que organizas son un coñ... coñ... coñazo pirulero!».

Hay gentes, como Soraya y Don Jaime que leen los labios, y otras que oyen por los ojos. Hubo un árbitro de fútbol de Primera División, Utrera Molina, allá por los setenta u ochenta de la anterior centuria, que en un partido, inesperadamente, se volvió y corrió hacia un jugador que en ese instante no hacía nada de nada porque el balón se hallaba al otro lado del campo, y le sacó la tarjeta roja. Cuando el atribulado futbolista le pidió explicaciones por su injusta expulsión, Utrera Molina se las facilitó al instante: «He oído que me llamabas “cabrón” con el rabillo del ojo». Ojos que oyen, una preciosa figuración poética que se le pasó por alto a Rubén Darío, uno de los más grandes de los poetas en lengua española, y sin lugar a dudas, el más cursi de todos. «Margarita te voy a contar un cuento:/ Éste era un Rey que tenía/ un palacio de diamantes/ una tienda hecha del día/ y un rebaño de elefantes./ Un quiosco de malaquita,/ un gran manto de tisú,/ y una gentil princesita/ tan bonita, Margarita/ tan bonita como tú». Para pellizcarle una nalga con una tenacilla.

A partir de ahora, los diputados y senadores, inmediatamente después de finalizar sus intervenciones, cubrirán sus bocas con pañuelos o abanicos con el fin de que Soraya no les lea sus labios. Esa capacidad de leer los labios también puede acarrear disgustos. «Señor Ussía, salga a la pizarra. Señor Ussía, recite sin fallo “La Pedrada” de Gabriel y Galán»; «en este momento, quizá porque tengo fiebre, no la recuerdo, señor profesor». «Siéntese, tiene un cero». Y al sentarse un comentario pianísimo al compañero de pupitre: «Éste mamón es un imbécil». «Además del cero, salga de clase inmediatamente y nos vemos en el recreo en el despacho del Director por haberme llamado ‘‘imbécil’’ y ‘‘mamón’’».

Con toda probabilidad, pariente lejano o cercano de Soraya.