Restringido
Ineficiencia antiterrorista
Quienes nos hemos adentrado en la economía del terrorismo sabemos que los grandes atentados, como el más reciente de París, o los más lejanos de Nueva York, Madrid y Londres, tienen efectos económicos más bien pequeños, de corto plazo y de carácter transitorio. Como señaló el profesor Gail Makinen en su conocido informe sobre el 11-S para el Congreso de los Estados Unidos, tales ataques constituyen «más una tragedia humana que una calamidad económica». En España pudimos comprobarlo a raíz del 11-M, acontecimiento éste sobre el que tuve ocasión de dirigir una exhaustiva investigación que, debido al desinterés de nuestros políticos por estas materias, acabó publicándose en Inglaterra por la editorial de la Universidad de Oxford.
En esos y otros trabajos, los economistas hemos evaluado las consecuencias económicas del terrorismo, valorando sus secuelas de muerte y destrucción material, y analizando sus efectos sobre las decisiones de consumo e inversión que repercuten sobre el nivel de actividad de los diferentes sectores de la economía nacional y regional. Sin embargo, nunca nos habíamos enfrentado a la novedosa situación que se ha planteado en Bélgica después de lo de París. Este caso ha sido, y aún es, muy singular, pues en ese país no se ha producido ningún atentado, aunque recurrentemente aparezca entre los ingredientes de todas las salsas yihadistas de Europa.
En Bélgica, en efecto, el origen de los costes del terrorismo no aparece vinculado a unos atentados sobre el terreno, sino que se derivan más bien de la ineficiencia de sus fuerzas de seguridad y de su política antiterrorista. Aunque aún es pronto para valorar esos costes de una manera completa, ya se avanza por algunos medios locales que los cuatro días de máxima alerta que siguieron a la masacre de París, bajo el estado de excepción, han supuesto unas pérdidas que rebasan los doscientos millones de euros sólo por la paralización del transporte, el absentismo laboral y las cancelaciones hoteleras. Puede parecer una cifra modesta, pero supera ampliamente al coste que se estima para todo un año en la aportación alemana a la guerra contra el Estado Islámico. Por poco más del doble de esa cantidad, España mantiene anualmente toda una organización policial y de inteligencia contra el yihadismo; y a nosotros, el despliegue de más de un millar de militares por varios países africanos y asiáticos, con sus respectivos sistemas de armas y su logística, para frenar la escalada terrorista, nos cuesta lo mismo que se pierde durante una semana en Bélgica por la ineficiencia de su organización contraterrorista.
Cuando le comento estas cosas a don José, mi tío, me pregunta si no me estaré obsesionando con los belgas. Me dice que tal vez haya que ser más condescendientes con ellos, aunque añade que algo tendrán como para que holandeses y franceses, unos mirando a los flamencos y otros a los valones, los tengan en tan baja consideración. Yo otorgo mientras me hago cruces de pensar en que, de proseguir en la descentralización, no llegue España a sufrir la enfermedad belga de la seguridad.
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