Julián Redondo
J. Rodríguez
Zinedine Zidane le dice que meta la pierna; los compañeros, que le quieren porque es un buen chaval, le dicen que meta la pierna y, en lugar de esforzarse, de vaciarse, de correr como un galgo y de jugarse el tipo, mete la pata. J. Rodríguez, o sea, James, pronunciado tal y como se escribe, no es el que era.
En el Mónaco era el rey y cuando llegó hace un año al Real Madrid sorprendió favorablemente. Integrado desde el principio. Solidario en el juego. Luchador infatigable, hasta la extenuación. Goles primorosos, centros exquisitos, pases milimétricos, cambios de juego galácticos. Conectó tan bien, se portó tan guay y jugó tan divinamente que no le faltaron corifeos y turiferarios que reclamaban para este diamante colombiano con cara de niño el Balón de Oro. En España somos muy exagerados. Para todo. Izamos y arriamos. Santificamos y condenamos. Armamos la verraquera en el Congreso con los Toros de Guisando y la cal, los pactos, las rupturas y el «y tú más». Pero J. Rodríguez ha ido a menos. Una lástima. Tan cuesta abajo en la rodada que cuando Rafa Benítez le tomó la matrícula no fue un apunte baladí.
Le ocurre algo a J. Rodríguez, no es el del curso pasado. Benítez dio el aviso a navegantes y Zidane, menos drástico o menos exigente que el antecesor excomulgado, está haciendo lo posible por recuperar al James que deslumbró en el Mundial de Brasil y en la Liga. Le anima situándole en la jerarquía del equipo por delante de Isco, que sale un rato y mete un gol. Zizou quiere que corra como Lucas Vázquez, que meta la pierna como Casemiro, que se vacíe como Borja Mayoral, ¡que le den calambres!; pero le falta fondo, o quizá buenas compañías, o acaso el ambiente cálido, familiar y sereno de antaño.
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