José Jiménez Lozano

Juegos con la realidad

Ya el simple hecho de tratar de entender la realidad supone alguna clase de interpretación de la misma, pero, obviamente en el universo de lo literario, son muy distintas las cosas, porque en ese ámbito se da lo que llamamos recreación de la realidad, y más modernamente incluso «creación de demiurgos» en la que la realidad se crea dialécticamente contra la realidad real, y la «reader´s reponse» según la cual la escritura dice lo que queramos que diga.

Pero aquí hablamos ahora ingenuamente, y recordamos, por ejemplo, dos novelas de no hace demasiado tiempo: las «Memorias de Adriano», de Marguerite Yourcenar, y «Yo Claudio», de Robert Graves. La primera es una narración de finísima sensibilidad y de gran sofisticación cultural, y la segunda es una narración que nos lleva inmediatamente a los tiempos de Claudio, por vía histórica; pongamos Tácito y Suetonio. Y ambas son dos obras de arte, pero sólo «Yo Claudio» nos hace vivir en un tiempo que no es el muestro, y allí le conocemos, no como un refinado hombre de letras de finales del siglo XX, como nos sucede con Adriano en la estética recreación de Marguerite Yourcenar.

Pero, según las teorías aludidas más arriba, una lectura que trata de entender ya no importa, porque lo real no es lo real, el libro que leo no dice lo que leo, sino lo que yo interpreto, porque es mi respuesta al leer la que construye el libro. Aunque, si fueran así las cosas. no tendría sentido leer, y quién sabe si la indiferencia o rechazo de los libros no son consecuencias más o menos directas o colaterales de esas teorías, y si no se rompe así el «continuum histórico» de la cultura, y ésta resulta un juego.

Pero a quien no tiene relación profunda y vital con la literatura o el arte le es indiferente encontrarlos suplantados y deformados, porque siempre serán algo externo y no significativo para su yo. Pongamos por caso, el aséptico aderezamiento de moda con que se han transformado los presbiterios de las viejas iglesias, que lo que parecen ofrecer no es precisamente un ámbito y un lugar de oración, sino algo parecido a un cuarto de estar «bon bourgeois». Mientras en las más modernas iglesias la sensación es la de hallarse en salones de reunión asamblearia o casas de té, bastante mundanales, museos de feísmo, o recintos del evangelismo norteamericano ambulante, al estilo cinematográfico; y es la sensación de escaparatismo o decoración la que sentimos en ciertos museos en los que también nos vemos obligados a recordar aquellas palabras del viejo sacristán del film de Ingmar Bergman «Los comulgantes», acerca de que la luz eléctrica estropea el servicio, si es que ante un «Ecce Homo» o pongamos la pintura de «Muchacha a la ventana» de Dou, o una maravillosa escultura funeraria no estamos tentados de preguntarnos si el foco que acosa todo ello, además de ser un foco que hace la compra atractiva, no es demasiado parecido al foco policial del interrogador de una checa para que esas pinturas «canten». Pero ¿qué podrían decir, en estos casos, si su belleza es liquidada por el poderoso resplandor del dinero y del «status», que es el poder de un sol de mediodía?

Es decir, el destino de la cultura y de la obra de arte, en especial en esta situación que digo, no es mejor que el de la incuria y el abandono, porque este destino es el de la desaparición, pero al menos no es irrisión o ceguera, ni desprecio o incomprensión absolutos. Porque todo el ancho mundo es mudo y enigmático y sólo el hombre pone ahí, en ese todo, significación y sentido, y construye hermosura, y sentido y hermosura son hallados y recogidos por otros hombres. Pero si esa hermosura o el otro asunto de la memoria de hombre no nos dicen nada, al margen y por encima de su valor decorativo, monetario o de grandeza, entonces sí que habríamos entrado en el final de la cultura humana.