Joaquín Marco

La abstención

En unas elecciones el mayor fracaso de la clase política –si así puede denominarse– es la abstención. En las próximas europeas, el 25 de mayo, todos los partidos están luchando para que los votantes se movilicen y se acerquen a las urnas por diversos motivos. Las dos grandes formaciones para mostrar que la decantación bipartidista resulta aún válida, los partidos minoritarios para dar pruebas de su vigor alertando a sus votantes de que en próximas convocatorias pueden resultar decisivos. La participación popular en las europeas nunca ha sido muy considerable. En 2009 fue de un 44,9%, en la de 2004, de 45,1%, en la de 1999, sin embargo, alcanzó el 63% y en 1994, de un 59,1. La duda de que en esta ocasión se logre pasar del 50% está instalada en todas las formaciones. Buena parte del electorado ignora todavía la fecha electoral y, de saberla, no parece dispuesto a movilizarse por la causa europea. La Europa idealizada queda muy lejos de la cotidiana y real. La crisis que atravesamos ha contribuido a alejar el proyecto fundacional y restarle valores cívicos. La Europa del bienestar ha quedado relegada en algunos países como la clase media que la sustentaba. Por otra parte, algo de cierto deben tener las encuestas que muestran la desconfianza hacia los partidos. El PP inicia el breve período electoral con una ventaja de 2,7 puntos sobre el PSOE. Ambos se mueven en un espacio reducido de votantes, dada la probable abstención. Por ello, la austera campaña puede decantar algo más el ánimo de algunos votantes que se alejan, especialmente los jóvenes, de las formas tradicionales y adoptan los nuevos métodos de comunicación masiva. El PP juega con la ventaja de un electorado más fiel que el de sus adversarios. El votante del PSOE tiende a ser más crítico y su proyecto es más nebuloso. Pero la mayoría resultante, que debe sumarse a sus correligionarios europeos, se juega en un auténtico pañuelo.

No se dejan de lado las cuestiones nacionales pese a que la problemática de Europa plantea múltiples incógnitas. Sabemos ya por experiencia el poder de Bruselas, pero también el escaso papel que ha jugado hasta hoy un Parlamento dominado por los dos grandes grupos. A estas alturas poco conocemos del grupo afín al que podrían añadirse los representantes de UPyD, por ejemplo. Las diversas encuestas ofrecen unos resultados parecidos. En unas el PP estaría entre los 20-21 diputados y en otras en 20, mientras que el PSOE quedaría entre 18-19 o en 19. A considerable distancia se mantendría IU entre 5 y 7 diputados. El resto de las formaciones iría de 3 a 1, según algunos pronósticos. Hay quienes pretenden considerar estas elecciones como un test para las autonómicas y municipales. El debate de ayer entre Miguel Arias Cañete y Elena Valenciano, medido al milímetro, pretendía arrancar el voto de los indecisos. Pero en este caso la indecisión no es tanto sobre la formación elegida, sino sobre la participación. Existen muchos motivos para descreer de una clase política que no se caracteriza principalmente por su carácter diáfano. La preocupación ciudadana, además de la cuestión del paro, estriba en los efectos perversos de una corrupción que sobrepasa los límites de lo tolerable ante una justicia que alarga indefinidamente sus resoluciones. En los últimos años se ha aprendido a desconfiar de cualquier programa y personaje público. En consecuencia existe un evidente recelo que tiende a potenciar partidos que no hayan tenido anteriores experiencias de gobierno. Pero ello es poco relevante ante unas elecciones europeas. Sabemos –y se ha repetido hasta la saciedad– que muchas decisiones que afectan nuestra vida cotidiana se toman más allá de nuestras fronteras. Las formaciones tienden a radicalizar sus mensajes para diferenciarse entre sí y acabar con el tópico de que todos son lo mismo. Este desencanto partidista no es original. En el resto de Europa se observa con mucho recelo el crecimiento de la extrema derecha y los movimientos xenófobos que contaminan a fuerzas, en teoría, muy alejadas. La carencia de una política exterior común ha quedado en evidencia, una vez más, ante el problema de Ucrania. Hemos podido observar cuán alejados estamos de cuestiones tan cercanas. Los representantes de la Unión juegan un papel secundario y con ello favorecen el resurgir de los nacionalismos, el pecado que llevó al Continente a las la dos últimas guerras fratricidas.

Se entienden muy bien las razones que empujan hacia la abstención, pero la política se construye mediante el voto. Nadie podrá quejarse de que otros votaran por él. La complejidad de Europa viene dada por la escasa solidaridad entre naciones. Al margen de las ideologías, que en ocasiones unen y en otras separan, el abismo entre las naciones ricas y pobres se acentúa, como sucede en el seno mismo de nuestras sociedades. En el Norte se mira con recelo y escepticismo al Sur. Aquella Europa de las dos velocidades se ha impuesto en la práctica, aunque se reniegue de ella en teoría. No es de extrañar que se incrementen los recelos. No existen entre nosotros partidos oficialmente euroescépticos. Pese a ello y a la vista de los sacrificios que comporta la pertenencia a la Unión, más de uno piensa si no andaríamos mejor solos: grave error en un mundo de bloques donde lo que cuenta es también el tamaño. La idea de una Europa solidaria y unida desvirtúa el poder de los nacionalismos, pero en la suma faltan sumandos. La falta de generosidad de algunos los convierte, en lugar de posibles motores, en rémoras. Los votantes también se mueven por intuiciones. Saben que la Europa que se les promete carece de la vocación de servicio que esperábamos. La reacción natural ante este estado de cosas es una abstención que a nadie conviene. Queramos o no nuestro futuro pasa por Europa, como lo estuvo en tiempos más prósperos, cuando enseñábamos con orgullo el pasaporte comunitario en las fronteras.