César Vidal
La atractiva negación de la muerte
La muerte resulta una realidad tan innegable y tan dolorosa que no resulta extraño que se desee, si no negar, al menos modificar en sus verdaderos términos. Sucede, sobre todo, con los personajes célebres. En el sur de Estados Unidos, los descendientes de Jesse James se reúnen por docenas todos los años e insisten en que no fue abatido por las balas de un traidor sino que se escapó y vivió hasta avanzada edad con nombre supuesto. Puede parecer una rareza propia del «Deep South», pero el que escribe estas líneas ha escuchado más de una vez referir como Jarabo, autor de cuatro homicidios en los años cincuenta, no fue ejecutado dado que pertenecía a una clase social privilegiada, sino que dieron garrote a un tercero que se le parecía mientras a él lo conducían a un aeropuerto para que pudiera eludir la acción de la justicia. En el fondo, es un mito muy semejante al de los que afirman que Elvis Presley sigue vivo en algún lugar ignoto. Al mismo género de fantasías habría que añadir las de aquellos que se empeñan en que Jesús no murió en la cruz, encontrándose tres días después la tumba vacía, porque prefieren ubicarlo, superviviente del patíbulo, en lejanos países como Tíbet o la India. En esos casos, todo contacto con la realidad no es que sea pura coincidencia, simplemente no existe. Por supuesto, los mitos post-mortuorios más resistentes a la confrontación con la realidad han sido los políticos. Para ellos, el general Mola o Ramón Franco no habrían fallecido en sendos accidentes de aviación sino fruto de conjuras de origen desconocido. Por supuesto, los desaparecidos por causas naturales son los que más han padecido este tipo de interpretaciones. ¿Cómo se podía tolerar que Santa Evita hubiera fallecido sólo de cáncer? ¿Cómo permitir que Lenin hubiera desaparecido del mundo de los vivos a causa de una vulgar apoplejía? Incluso, ¿cómo se podría aceptar que JFK no hubiera sido acribillado en Dallas, Texas, en lugar de pasar sus últimos días, oculto, eso sí, en una isla lejana y a cubierto de las miradas de los curiosos? Puestos a rizar el rizo, ¿quién puede asegurar que el Fidel Castro que cada vez más decrépito aparece en algún periódico es el siniestro comandante y no uno de sus innumerables dobles? O incluso – y así se llevó al cine– ¿quién pondría la mano en el fuego para confirmar que fue Franco –y no uno de sus sósias– quien falleció en una cama de hospital el 20 de noviembre de 1975? La realidad es que no pocos desean controlar la muerte e incluso reescribir la Historia de esa manera. Suele servir de poco. Al final, a Neruda no lo asesinó nadie. Simplemente, se lo llevó por delante el cáncer.
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