Ángela Vallvey

La casa común

La Razón
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Lo acaba de escribir el Papa en su texto «Sobre el cuidado de la casa común»: «La Tierra, nuestra casa, parece convertirse cada día más en un inmenso depósito de porquería». Gran verdad que se puede comprobar dando un paseo por nuestras ciudades. Hasta hace poco, lugares que no precisaban más que de la luz del sol para ser enjuagadas y brillar como nuevas, y hoy día rezumando una ventral cochinería por todos los rincones. No es preciso salir al campo para notar que la roña crece, como si se tratara del alto interés que genera nuestro descuido. Una desidia social que va transformando poco a poco la belleza en sentina. Como si molestara la pulcritud, como si poner cuidado y aplicación en las cosas del mundo fuese un oficio repipi y despreciable. La basura ostenta el mayor índice de crecimiento conocido. Si la educación progresara tan rápidamente, pronto el ser humano daría un salto evolutivo para transformarse en seráfico. Incluso le saldrían alas.

Pero no. Lo que va bien es la suciedad inmisericorde, la cultura del excremento performance, la bascosidad procaz de una glotonería humana que sólo piensa en usar y tirar, en devorar y expeler los restos. Hace cien mil años había al menos seis especies de humanos que hacían lo mismo (tragar o escupir donde cayera), pero que aún no habían inventado el plástico. Ni el metacrilato. Ni los engendros radiactivos.

Las huellas biológicas de la especie humana sobre la Tierra no parecen ser los avances científicos, culturales o morales, sino ese mar de porquería flotante, incrustado en el Pacífico Norte, como un tumor gigante de polímeros, que explica lo que somos: unos guarros nauseabundos. Vale.

Y es que no se trata de inventar nuevos materiales fácilmente reciclables: es el ser humano quien debería ser biodegradable, él mismo.