El desafío independentista

La claridad en Cataluña

La Razón
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Tras la confusa apelación por el PSC, para definir su política, a la Ley de la Claridad que impulsó Stéphane Dion en Canadá, se requiere un comentario. Señalaré primero que, para llegar a la Claridad, Dion partió de dos premisas: una, que hay que dejar de hablar con suavidad a los nacionalistas; y dos, que éstos pueden ganar la partida si se acepta, como el Tribunal Supremo canadiense, el principio democrático, pues ello obligaría a negociar la independencia si una mayoría patente de ciudadanos la reclamara. Es precisamente esto último lo que la Claridad desvela al exigir una serie de requisitos para cualquier consulta popular sobre el asunto que pudiera dar lugar no a la proclamación de independencia, sino a la negociación con el Estado de las condiciones de ésta.

En el caso de España, como ha reiterado el Tribunal Constitucional, la cuestión de la independencia de una región es posible plantearla, aunque sólo a través de una reforma de la propia Constitución que habría de hacerse por el procedimiento agravado y, por tanto, con la aprobación en referéndum de todos los españoles y no sólo de los que desean la secesión. El mismo Tribunal ha dicho también que las asambleas legislativas regionales están facultadas para proponer a las Cortes Generales tal cambio constitucional y que éstas tendrían que tramitar el proyecto correspondiente. Es precisamente sobre este asunto concreto –la propuesta regional del cambio constitucional con vistas a la admisión de la independencia– sobre el que no sólo cabe, sino que también convendría, inspirarse en la Claridad canadiense.

Una ley española de la Claridad podría establecer los requisitos que hagan admisible en el Congreso, para su discusión, una proposición autonómica de cambio constitucional, precisamente porque su cumplimiento evidenciaría que una meridiana mayoría de ciudadanos desea separase de España y que, ante ello, la negociación de la independencia sería una exigencia del principio democrático. Esa ley tendría que regular los procedimientos acordados entre los gobiernos del Estado y la Comunidad Autónoma de todos los aspectos de la formación de tal voluntad mayoritaria: iniciativa del Parlamento regional, términos de la consulta a los ciudadanos, plazos, libertad de información y debate sobre el asunto, pronunciamientos institucionales, singularmente de la Unión Europea sobre la permanencia de la región en ella y sobre el uso del euro tras la pertinente consulta formal, y realización de estudios previos por académicos de prestigio. Dos de ellos serían, en mi opinión, ineludibles: el primero, la exigencia de una mayoría parlamentaria regional de dos tercios –la misma que se requiere para un cambio estatutario– a fin de poner en marcha el procedimiento; y el segundo, un nivel mínimo de participación del ochenta por ciento del censo en cualquier consulta regional sobre el tema, con una mayoría del setenta y cinco por ciento votos favorables a la independencia –lo que aseguraría que seis de cada diez ciudadanos la desean–. Sólo así se evidenciaría lo que, por el momento, no es sino la expresión de la demagogia nacionalista.