Antonio Cañizares
La divina Misericordia
El domingo pasado fue el domingo de la Misericordia, así instituido por el Papa San Juan Pablo XI. Ahora, el Papa Francisco acaba de convocar el Jubileo extraordinario para la Misericordia en el próximo año. El culto a la Misericordia divina no es una devoción secundaria, sino una dimensión que forma parte de la fe y de la oración del cristiano. La misericordia es también la forma de ser cristiano: «Sed misericordiosos, dice Jesús, como vuestro Padre celestial es misericordioso». Así, con estas conmemoraciones, los católicos de manera muy especial, reconocemos, proclamamos y alabamos la misericordia de Dios; invocamos a Dios con toda sencillez y confianza de hijos necesitados como «Dios de misericordia infinita», y le damos gracias porque «es eterna su misericordia». Es necesario que, a plena luz con todo lo que somos y con todos los medios de que disponemos, testifiquemos y anunciemos esto en tiempos como los nuestros en que siguen y agravan las tribulaciones, los sufrimientos y las pruebas, las heridas abiertas del Crucificado; pero en los que también sigue de manera irrevocable la esperanza de Jesús, vencedor de toda muerte y de toda destrucción humana. De momento nos toca sufrir un poco en pruebas diversas. ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo profundo del sufrimiento humano, parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde dominan el odio y la sed de venganza, donde la guerra conduce al dolor y a la muerte de inocentes, donde el terrorismo, el narcotráfico... están segando tan injustamente vidas humanas, es necesaria la gracia de la misericordia que aplaque las mentes y los corazones, y haga brotar la paz. Donde falta el respeto por la vida y la dignidad del hombre es necesario el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el indecible valor de todo ser humano. Es necesaria la misericordia para asegurar que toda injusticia en el mundo encuentre su término en el esplendor de la verdad (Juan Pablo XI).
La Humanidad de hoy se ve acechada por «nuevos peligros» que acosan al origen y al fin de la vida, a través del aborto, de las «manipulaciones genéticas», la eutanasia, o el debilitamiento de la familia, o el poderoso narcotráfico, o el terrorismo infernal desatado por las fuerzas que dicen blasfemamente actuar en nombre de Dios.
«A menudo el hombre hoy vive como si Dios no existiese, e incluso se pone a sí mismo en el lugar de Dios. Se arroga el derecho del creador de interferir en el misterio de la vida humana. Quiere decidir, mediante manipulaciones genéticas, la vida del hombre, y determinar los límites de la muerte». Se observa una tendencia en la sociedad de hoy, con muchos medios a su alcance, que quiere eliminar la religión, en concreto el cristianismo, más aún, a Dios mismo, tanto de la vida pública como de la privada. El olvido de Dios, rico en Misericordia, su desaparición del horizonte y universo de una cultura dominante que lo ignora o rechaza es el peor mal que acecha a la humanidad de nuestro tiempo, su quiebra más profunda. Esta tendencia que pretende imponerse como cultura dominante, además, «al rechazar las leyes divinas y los principios morales, atenta abiertamente contra la familia», que es donde está el futuro del hombre. De diversas formas trata de amordazar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de Dios el gran ausente en la cultura y en la conciencia de los pueblos. Todo ello ha condicionado sobre todo el siglo XX, un siglo marcado de forma particular por el misterio de la iniquidad –ahí están los genocidios y los holocaustos– que sigue marcando la realidad del mundo en este nuevo siglo. Estamos viviendo momentos complicados en el mundo, en nuestra sociedad. Con toda honestidad, y con una fe viva, es preciso reconocer que estamos necesitados de la misericordia de Dios para reemprender el camino con esperanza; estamos grandísimamente necesitados del testimonio y anuncio de Dios vivo y misericordioso; esta es la cuestión esencial y necesitamos, en tiempos de dispersión y quiebra, centrarnos en lo esencial: la experiencia, testimonio, anuncio e invocación constante y confiada de Dios misericordioso, revelado en el rostro humano y con entrañas de misericordia de su Hijo venido en carne. Para nosotros, en la situación que vivimos, para el mundo y para el hombre «sólo existe una fuente de esperanza: la misericordia de Dios», que se ha manifestado tan grande al resucitar a su Hijo de entre los muertos y hacernos renacer por Él, resucitado de entre los muertos, a una esperanza viva e incorruptible. Hermanos, en estos días y allá donde estemos, queremos repetir con fe, con la fe misma de los santos Apóstoles: «¡Jesús, confío en Ti!», que eres la misericordia de Dios.
Este es el gran anuncio de futuro para el mundo. De este anuncio, que expresa la confianza en el amor omnipotente de Dios, tenemos particular necesidad en nuestro tiempo, en que el hombre experimenta el desconcierto ante las múltiples manifestaciones del mal. Es necesario que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo profundo de los corazones llenos de sufrimiento, de inquietud y de incertidumbre, pero al mismo tiempo con una fuente inefable de esperanza dentro de ellos. El manantial de esa fuente es Cristo, el Hijo único del Padre, rico en misericordia. Sólo la resurrección, manifestación y plasmación suprema de la misericordia divina, nos abre a la esperanza grande, nos alienta a ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conduzcan a él, porque el duelo que se trabó entre la vida y la muerte se ha inclinado de manera definitiva y sin vuelta atrás del lado de la Vida, del lado del Amor, del lado de la misericordia de Dios. Ese duelo secular que acompaña toda la historia de la humanidad y de la Iglesia, que con tan fuerte intensidad se ha manifestado en los últimos cien años, desemboca en el triunfo del Señor de la Vida, el que es la revelación y la entrega del Amor misericordioso de Dios, cuya gloria es que el hombre viva, de Dios que ha resucitado a Jesucristo, de Jesucristo resucitado, cuyo signo y saludo y envío y misión es la paz y la misericordia y el perdón. Que Dios, en su infinita misericordia, nos conceda a todos mantenernos vivos en esta confianza, que es nuestra victoria, y que demos testimonio valiente de esto, del Evangelio de la misericordia que se concentra y expresa en la resurrección de Jesucristo.
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