Alfonso Ussía

La herrumbre del esplendor

El escritor y marino mercante bilbaíno Antonio Menchaca describió en un ensayo formidable la paulatina degradación de la sociedad de Guecho, con Las Arenas y Neguri como principales protagonistas. Se trata de una obra subjetiva y parcial, no siempre abrazada al equilibrio, pero muy certera en muchas de sus aproximaciones. El título del ensayo es de una gran belleza: «Las Cenizas del Esplendor», adaptable a numerosas familias españolas, comenzando por la mía.

No me seduce, ni alegra ni divierte que se derriben estatuas y monumentos. Hay algo de asesinato frustrado en esas acciones de masas incultas y vengativas. Los ucranianos acaban de derribar la última estatua de Lenin. Es un caso diferente. Lenin, como Mao, llegó a tener un monumento por cada kilómetro cuadrado de sus territorios esclavizados. Un abuso. Se me antojó terrible la escena de la demolición de la estatua de Sadam Husein. Esa rabia contenida y cobarde de quienes no se atreven a derribar los monumentos con los dictadores en el poder. Sucedió con muchas estatuas de Franco, que se eliminaban con nocturnidad y alevosía durante las madrugadas. Felipe González lo afeó: «Es muy fácil bajarle a Franco del caballo cuando lleva treinta años muerto. Pero nadie se atrevió a hacerlo cuando vivía». La Historia está ahí, y los monumentos la recuerdan para bien y para mal. A mí, personalmente, me toca la gaita el monumento en los Nuevos Ministerios de Largo Caballero, que fue un cabrón con pintas. Pero es parte de nuestra Historia y mejor tenerlo en bronce que en carne y hueso. En el Museo Naval de Madrid, uno de los mejores del mundo, se puede ver una estatua del Rey Don Alfonso XIII fusilada por los comunistas en Cartagena. Y miles de maravillosas imágenes religiosas representado a Jesucristo, la Virgen y los santos sufrieron también la saña anticlerical de las hordas que arrasaron el arte sacro con brutal eficacia.

Me ha llegado hoy la imagen patética del monumento de Jordi Pujol en Premiá de Dalt, derribado, caído sobre el césped del jardín que lo rodea. No tiene sentido. Demuestra una gran cobardía. A Pujol lo juzgarán los jueces y la Historia, y muy probablemente, será condenado en las dos comparecencias. Pero Pujol es parte fundamental de la reciente Historia de Cataluña y el resto de España, y la Historia no puede derribarse. Enorgullece o envilece, y los monumentos están ahí para que no se olvide. Francia pasó por la guillotina a reyes y nobles, pero no los volvió a asesinar en bronce o en mármol.

No entiendo que Pujol sea derribado en bronce como tampoco alcanzo a comprender que se le hiciera tan ridículo monumento. Si a Felipe González o José María Aznar les hubieran llegado noticias de que el Ayuntamiento de una localidad cualquiera –Dos Hermanas o Quintanilla de Onésimo– habían aprobado en pleno levantarles un monumento en sus plazas principales, seguro estoy de su rechazo. Sucede que Pujol enloqueció –como en la actualidad su chico de los recados–, y se creyó de verdad el Padre y Fundador de la nación catalana. Y esas creencias siempre van acompañadas del gozo de la adulación y de la orgasmía del poder. De ahí, que la imagen de Pujol abatido y derribado en bronce, cobarde y ruin abatimiento, puede ser definido como «La Herrumbre del Esplendor», ese ensayo que espera a un autor catalán que todavía no se ha dado a conocer.